Entre
tifones ardientes, que atraviesan insomnios furtivos de tiempos
distantes, el fénix despliega sus inmensas alas entre los pliegues
de un lienzo delicado. Aquellos ojos enormes, casi de águila, casi
de halcón, le permiten contemplar unas estructuras óseas colocadas
sutilmente por todo el salón-galería donde se le expone como una
obra más.
Aquellos descarnados
mantienen posiciones inverosímiles: las extremidades torcidas y
abiertas en toda su extensión, algunos torsos doblados hacia el
frente con el cuello completamente estirado hacia arriba, otras
espaldas curvadas hacia atrás mientras el rostro se negaba a cambiar
de dirección. Durante toda la noche, las figuras permanecieron así.
A la mañana siguiente,
el artista irrumpió el silencio absoluto con el cloqueo de sus
zapatos. Llevaba un maletín de piel. Lo depositó sobre el suelo
para extraer algunos instrumentos conocidos por todas sus creaciones:
pinceles, cinceles, madera, barro, pinturas, papeles, lápices.
Cuando observó las nuevas adquisiciones, una sonrisa maliciosa
deformó su cara.
Sin dejar de ver los
esqueletos, caminó hacia la pintura carmesí del ave inmortal. Los
nuevos tiritaron, los viejos desearon cerrar sus ojos y oídos. La
boca del hombre profirió una oración precisa. El óleo se tornó
tinta. Descendió por la pared hasta formar un charco rojo. La tinta
perforó lentamente el suelo mientras que el pájaro de fuego
observaba la carencia de vórtices incandescentes con las alas
pegadas al parvo cuerpo.
Un hedor cálido surgía
del líquido. Los humos soporíferos aarticulaban pesadillas
tremebundas de horribles y dolorosas mutilaciones. Los ojos del fénix
lloraban lágrimas que nutrían al cuerpo de agua hasta llenarlo
completamente, asemejándolo a un estanque cuya profundidad se
antojaba infinita.
Los descarnados castañeaban por los
escalofríos que estremecían sus huesos. Su alma temía otro
tormento insufrible: ya les bastaba con los nervios pegados a los
despojos de su cuerpo asaeteado por el frío durante las noches.
Aquellos olores
penetraron la nariz del artista, quien gustoso abrió la boca para
proferir la última maldición sobre aquellos presuntos demonios
encerrados en lo que alguna vez fue carne humana; les aseguró que la
vida eterna estaba más próxima que nunca y que la gloria divina la
obtendrían mediante un último sacrificio.
Tomó una pluma del ave
deforme para ponerla sobre la superficie del estanque. Ésta flotó
unos segundos, luego se consumió en una leve flama.
"Listo" susurró
el hombre.
Algo crujió con pánico
durante la ausencia de los múltiples gritos suplicantes por falta de
labios, lengua, faringe, cuerdas vocales, diafragma, etcétera. El
ave rememoró el recuerdo de su creación. Lo mismo le ocurrió a él:
Aquel pintor-escultor lo había mirado a los ojos antes de tocar su
antigua cabeza recién decapitada: "Tienes unos lindos ojos y
una nariz perfecta. Serías una hermosa ave". Al día siguiente
despertó en la galería.
Un esqueleto se hundía
lentamente. Pasaron varios minutos antes que del agua color sangre
emergiera la tosca quimera de cuerpos variados: caballos, elefantes y
serpientes combinados. Su piel, una mezcla de texturas parecidas a
escamas, moluscos y coraza de armadillo. Su cabeza, de lagarto; tres
pares de patas, unas de felino, otras de reptil y las últimas con
pezuñas; la cola de dragón. Despedía un aroma semejante al
incienso. La mantícora extravagante rugió guturalmente, pero su voz
petrificóse a la par con su cuerpo. La piedra otorgó vida eterna a
la figura y a los colores que la teñían.
Repitió lo mismo para
los seis restantes. Cada uno quedó diferente al anterior. Todos,
únicos en su especie y maravillosamente abrumadores.
Una semana después, el
museo-casa invitaba a una exposición jamás antes vista: animales
fabulosos provenientes del más oscuro abismo. Los padres
entusiasmados llevaron a sus hijos, otros más indiferentes
simplemente les proporcionaron el dinero para la entrada. Las fauces
abiertas de esas bestias, sus cuerpos compuestos por diferentes
materias, las curiosas poses que adoptaron –cuerpos retorcidos como
lagartijas– y los ojos, aunque brillantes, parecían estar ciegos.
Aquellos entes asombraron al público en general, algunos incluso
comenzaron a tener pesadillas al respecto. Hubo muchos casos en los
hospitales psiquiátricos de pacientes que no cesaban de evocar,
durante los terrores nocturnos, su infancia corrompida por aquellas
figuras. El sueño más recurrente consistía en que, el sujeto en
turno, veía cómo aquella combinación de bestiaros mitológicos y
reales tomaba sus recuerdos de la niñez, los devoraba tan atrozmente
que los objetos materiales sangraban y gemían. Todos terminaban el
relato de su delirio con la siguiente frase: "Y cuando desperté,
olía a azufre". Lo que callaban era que, el recuerdo de su
infancia no sólo era mutilado en el sueño, después de algunas
semanas apenas lograban acordarse de su último juguete o de la
mascota con la que jugaban en casa.
La epidemia de amnesia
empeoró exponencialmente.
Pronto comenzaron los
temores del infernal castigo. Incluso los sacerdotes anunciaban con
seguridad el juicio final y la verdadera vida junto a Dios. Incluso
cada vez que una persona asistía nuevamente a la exposición decía:
"cada vez se ven más fieros", "nos miran como si nos
conocieran"; otros, bromistas, vociferaban "me parece
recordar a aquel de tu sueño, la otra vez". El propietario del
museo hacía nada al respecto, en cambio alentaba esas frases, a
pesar del precario estado de salud que presentaba, porque cada noche
le costaba más trabajo mantener quietas a sus bestias ansiosas.
Una tarde el artífice
apareció sin vida, deshuesado, en frente de su casa. La policía
indagó quién podría ser el culpable de tal atrocidad, pero no
hallaron pista alguna. La casa estaba intacta, salvo una nueva tinta
roja (que nadie percibió) en las garras de las terroríficas
esculturas, diversos cuadros –en los que todos reconocieron algo de
sus pesadillas, puesto que las escenas eran idénticas; aunque, tal
vez el parecido lo causaba la superstición– y una nueva alimaña
en la exposición.