9/9/12

Alebrijes

Entre tifones ardientes, que atraviesan insomnios furtivos de tiempos distantes, el fénix despliega sus inmensas alas entre los pliegues de un lienzo delicado. Aquellos ojos enormes, casi de águila, casi de halcón, le permiten contemplar unas estructuras óseas colocadas sutilmente por todo el salón-galería donde se le expone como una obra más.
Aquellos descarnados mantienen posiciones inverosímiles: las extremidades torcidas y abiertas en toda su extensión, algunos torsos doblados hacia el frente con el cuello completamente estirado hacia arriba, otras espaldas curvadas hacia atrás mientras el rostro se negaba a cambiar de dirección. Durante toda la noche, las figuras permanecieron así.

A la mañana siguiente, el artista irrumpió el silencio absoluto con el cloqueo de sus zapatos. Llevaba un maletín de piel. Lo depositó sobre el suelo para extraer algunos instrumentos conocidos por todas sus creaciones: pinceles, cinceles, madera, barro, pinturas, papeles, lápices. Cuando observó las nuevas adquisiciones, una sonrisa maliciosa deformó su cara.
Sin dejar de ver los esqueletos, caminó hacia la pintura carmesí del ave inmortal. Los nuevos tiritaron, los viejos desearon cerrar sus ojos y oídos. La boca del hombre profirió una oración precisa. El óleo se tornó tinta. Descendió por la pared hasta formar un charco rojo. La tinta perforó lentamente el suelo mientras que el pájaro de fuego observaba la carencia de vórtices incandescentes con las alas pegadas al parvo cuerpo.
Un hedor cálido surgía del líquido. Los humos soporíferos aarticulaban pesadillas tremebundas de horribles y dolorosas mutilaciones. Los ojos del fénix lloraban lágrimas que nutrían al cuerpo de agua hasta llenarlo completamente, asemejándolo a un estanque cuya profundidad se antojaba infinita.
Los descarnados castañeaban por los escalofríos que estremecían sus huesos. Su alma temía otro tormento insufrible: ya les bastaba con los nervios pegados a los despojos de su cuerpo asaeteado por el frío durante las noches.
Aquellos olores penetraron la nariz del artista, quien gustoso abrió la boca para proferir la última maldición sobre aquellos presuntos demonios encerrados en lo que alguna vez fue carne humana; les aseguró que la vida eterna estaba más próxima que nunca y que la gloria divina la obtendrían mediante un último sacrificio.
Tomó una pluma del ave deforme para ponerla sobre la superficie del estanque. Ésta flotó unos segundos, luego se consumió en una leve flama.
"Listo" susurró el hombre.
Algo crujió con pánico durante la ausencia de los múltiples gritos suplicantes por falta de labios, lengua, faringe, cuerdas vocales, diafragma, etcétera. El ave rememoró el recuerdo de su creación. Lo mismo le ocurrió a él: Aquel pintor-escultor lo había mirado a los ojos antes de tocar su antigua cabeza recién decapitada: "Tienes unos lindos ojos y una nariz perfecta. Serías una hermosa ave". Al día siguiente despertó en la galería.

Un esqueleto se hundía lentamente. Pasaron varios minutos antes que del agua color sangre emergiera la tosca quimera de cuerpos variados: caballos, elefantes y serpientes combinados. Su piel, una mezcla de texturas parecidas a escamas, moluscos y coraza de armadillo. Su cabeza, de lagarto; tres pares de patas, unas de felino, otras de reptil y las últimas con pezuñas; la cola de dragón. Despedía un aroma semejante al incienso. La mantícora extravagante rugió guturalmente, pero su voz petrificóse a la par con su cuerpo. La piedra otorgó vida eterna a la figura y a los colores que la teñían.
Repitió lo mismo para los seis restantes. Cada uno quedó diferente al anterior. Todos, únicos en su especie y maravillosamente abrumadores.

Una semana después, el museo-casa invitaba a una exposición jamás antes vista: animales fabulosos provenientes del más oscuro abismo. Los padres entusiasmados llevaron a sus hijos, otros más indiferentes simplemente les proporcionaron el dinero para la entrada. Las fauces abiertas de esas bestias, sus cuerpos compuestos por diferentes materias, las curiosas poses que adoptaron –cuerpos retorcidos como lagartijas– y los ojos, aunque brillantes, parecían estar ciegos. Aquellos entes asombraron al público en general, algunos incluso comenzaron a tener pesadillas al respecto. Hubo muchos casos en los hospitales psiquiátricos de pacientes que no cesaban de evocar, durante los terrores nocturnos, su infancia corrompida por aquellas figuras. El sueño más recurrente consistía en que, el sujeto en turno, veía cómo aquella combinación de bestiaros mitológicos y reales tomaba sus recuerdos de la niñez, los devoraba tan atrozmente que los objetos materiales sangraban y gemían. Todos terminaban el relato de su delirio con la siguiente frase: "Y cuando desperté, olía a azufre". Lo que callaban era que, el recuerdo de su infancia no sólo era mutilado en el sueño, después de algunas semanas apenas lograban acordarse de su último juguete o de la mascota con la que jugaban en casa.
La epidemia de amnesia empeoró exponencialmente.

Pronto comenzaron los temores del infernal castigo. Incluso los sacerdotes anunciaban con seguridad el juicio final y la verdadera vida junto a Dios. Incluso cada vez que una persona asistía nuevamente a la exposición decía: "cada vez se ven más fieros", "nos miran como si nos conocieran"; otros, bromistas, vociferaban "me parece recordar a aquel de tu sueño, la otra vez". El propietario del museo hacía nada al respecto, en cambio alentaba esas frases, a pesar del precario estado de salud que presentaba, porque cada noche le costaba más trabajo mantener quietas a sus bestias ansiosas.

Una tarde el artífice apareció sin vida, deshuesado, en frente de su casa. La policía indagó quién podría ser el culpable de tal atrocidad, pero no hallaron pista alguna. La casa estaba intacta, salvo una nueva tinta roja (que nadie percibió) en las garras de las terroríficas esculturas, diversos cuadros –en los que todos reconocieron algo de sus pesadillas, puesto que las escenas eran idénticas; aunque, tal vez el parecido lo causaba la superstición– y una nueva alimaña en la exposición.

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