Felina
Hoy
en día me encuentro charlando con este frío que no cesa por los
lugares más inesperados, buscando respuesta para evadirlo de manera
definitiva durante el Otoño (presente) y el Invierno (que se
aproxima). Sólo responde que me joda, porque no piensa largarse en
un buen rato y quiere abrazarme todo el tiempo que dure su estancia.
Resignado me levanto con él en mi espalda y en cada minúsculo
centímetro de mi ser mientras canciones que hablan de amor
incondicional en lengua extranjera se hacen sonar en el reproductor.
“No,
no es la primera vez que hablamos” me dice la gata, que cuida de
sus crías en la entrada de mi puerta, con esos ojos pardos que me
recuerdan mi propia soledad. “Lo sé, pero es la primera vez que no
me acerco y ya lanzás el zarpazo, ¡pero mirá qué herida me has
dejado, nena!” le reprocho al sostenerle la mirada. No hace nada,
sólo se acerca y me lanza otra herida a la palma de la mano. La
quito al instante (pero demasiado tarde). “¡Quieta!” grito pero
me ignora y me preparo para sentir el calor de otro rasguño de
considerable longitud, pero en vez de la cálida garra, siento su
lengua tibia que comienza a limpiarme las heridas hasta que la sangre
para de manar. Hecho esto se aleja y me da un último zarpazo en la
mano sana “Quizá así no me olvidarés” maúlla. “Quizá”
repito en mi mente “Terminaré odiándote porque siempre me hacés
lo mismo”. Pero sabe que no lo haré, que entraré a la casa por un
tazón de leche tibia para ella y para esos gatitos que maman de
ella, sacaré un poco de carne y, desesperada me lo robará
nuevamente con otro movimiento ágil de su pata dejándome como paga
otra herida. Entraré nuevamente, maldiciendo sin maldecirla en
verdad, queriéndola como si fuese mía, dejándole la puerta abierta
para que no quiera entrar, y dejándola entreabierta para no querer
que entre y se cuele nuevamente a hurtadillas, como siempre. Limpiaré
la herida que me dejará tremenda cicatriz modificando la línea de
la vida, bifurcándola en una curiosa espiral que corre recto hacia
abajo. Me sentaré en mi silla, le veré comer y jugar, mientras sabe
que sé que sabe que sé que no la miro (ni la miraré) sin divagar.
Minina
Un
espejo roto. Lo veo reflejando mi pequeña alcoba atiborrada de
libros que no quiero leer, inundada de una luz opaca y amarillenta
que me hace pensar que ésto es sólo un mal sueño, nada más.
Me
levanto y camino hacia el espejo, con un dedo recorro su deformada
circunferencia, sintiendo el filo del cristal. Una silueta aparece en
él, algo cuadrúpedo, azabache, que maúlla pidiéndome alimento.
Giro la cabeza para verle, la levanto del suelo y, con ella en
brazos, bajo a la cocina.
La miro mientras camino, me ignora y
sonrío, pues de reojo veo que ella me ve cuando finjo no verla. De
sus patas saca un poco las garras y me las encaja en el brazo.
“Quieta, muñeca” le digo con dulzura. “Perdón” maulla. Con
una sonrisa le indico que no hay problema, pero que se ande cauta,
que confíe en mí, que no la dejaré caer en el suelo de repente,
que la quiero demasiado como para jugarle una broma así. Ella vuelve
la cabeza hacia el frente.
La
luz de la cocina la golpea en la cara, ella se estremece contra mi
pecho y cierra los ojos.
– Abajo,
pequeña – le digo mientras la colocó suavemente sobre el suelo.
Con
calma busco su comida en la alacena. Le sirvo en su plato morado,
reviso que tenga algo de agua en el gris y miro si ha movido el azul,
por si quiere un poco de leche; pero no, al parecer hoy se contenta
con su comida y el agua.
– Bien,
creo que con eso basta, me voy a la sala.
En
cuanto abro la puerta de la cocina suelta un maullido pidiendo que me
quede. Giro la cabeza y la miro con seriedad, cierro la puerta y me
siento en el suelo, a su lado mientras con la mirada perdida en los
azulejos blancos comienzo a recordar un poco a esa gata de ojos
pardos a la que le gustaba lanzarme zarpazos a diestra y siniestra.
Miro mi mano izquierda y esa herida que dejó años atrás, y en la
mano derecha la cicatriz de su lengua tibia lamiendo otra herida.
Siento
una mordida en mi tobillo, dirijo mi vista hacia mis piernas y veo la
cara furiosa de esa gata, sus ojos encendidos; me reprocha con más
mordidas mi distracción. “Hey, tranquila” le digo con vos
indiferente, sin evadir sus colmillos pequeños y afilados.
– Deja
de pensar en ella – ronronea rápidamente.
– Lo
siento – murmuro mientras acerco mi mano a su cabeza.
Me
esquiva y encaja con fiereza una mordida en mi muslo derecho.
“Celosa, ya ni mis recuerdos dejás en paz” suspiro mientras con
un dedo recorro su lomo. Siento cómo se eriza, se estremece un poco,
ronronea lentamente al no haber esperado esa caricia, me suelta de a
poco y me mira mientras en el suelo se escuchan sus garras rasgar;
“si tanto te gustan las cicatrices también se hacerlas, más
largas y más profundas”. Con una sonrisa le digo que lo sé, que
por eso la elegí. Abre sus ojos grandes y amarillos sorprendida,
casi parece que derramará una lágrima, agacha la cabeza y camina
hacia mí hasta posarse en mi regazo.
– Aún
la extrañas, ¿verdad? – me pregunta.
– Un
poco, pero sólo es eso, extrañar.
La
cargo nuevamente y me voy a mi alcoba con ella, la dejo sobre la cama
y me echo a un lado. Miro otra vez los libros empolvados, cojo uno y
lo abro. Ella me ve con ojos piadosos, sabe que no quiero leer lo que
esos textos tratan, que si lo hago es simplemente por tener algo que
hacer, para no pensar, para distraerme de mis propias memorias, para
cansarme pronto y dormir en paz. Ella ronronea, esta vez como si
quisiera cantarme una canción de cuna. Sin querer sonrío, abandono
la lectura y me dedico a acariciarla un rato más. “Gracias”.
Apago
la luz, ella sigue cantando dulcemente. Cierro los ojos.
Gatuna
Esa
noche visité mi vieja casa. Por un segundo el susurro de la cortina
pareció pronunciar aquel nombre y sobre mi cama sin hacer se dibujó
su silueta. Corrí a encender la luz creyendo que Ella estaría allí,
pero sólo era una gata. Se había colado meses atrás y retozaba
entre mis sábanas abandonadas.
La miré directamente a los ojos.
Me sorprendió reconocer esa mirada fría y ansiosa. Esos dos
témpanos grises a punto de romperse justo por la mitad me
atravesaron. Quedé inmóvil. Lo único que pude hacer fue articular
su nombre sin que la voz me saliera.
Comencé
a dar un paso hacia atrás, pero su maullido me detuvo “Quedate.
Después de todo es tu casa”. Miré a mi alrededor. El viejo
librero café que aún resguardaba mis libros, la mesita de noche al
lado de la cama, sobre la cual había una lámpara que ya no
funcionaba y que sólo emitía intermitentes destellos si uno quería
encenderla; la silla en la que solía colocar torres de papel y
libros cuando estudiaba allí y los zapatos, esparcidos al azar
debajo de la cama donde se encontraba esa gata. Me senté a su lado.
Ella, por su parte, se hizo un ovillo entre mis sábanas nuevamente.
La miré desconcertado.
– Hacía
bastante que no venías – maulló suavemente.
– Sólo
es por un par de minutos. En breve me marcho.
– Parece
que ya no querés nada de aquí, sólo cogés un par de libros, menos
de los que siempre traés, y te vas.
– No
tengo mucho tiempo para fantasmas, muñeca.
– Te
has llevado el espejo.
“Cierto,
ese espejo roto, en el cual aquella gata azabache deleitaba un poco
su vanidad, antes estaba en esta casa”.
– Nimiedades,
pequeña, son nimiedades – traté de minimizar.
– ¿En
serio?
Agaché
la cabeza y murmuré “Lo siento”. Ella me ignoró y se metió
entre las cobijas. Pude ver su cola desaparecer al entrar en esa
cueva de telas. Me levanté de mi lecho y comencé a caminar hacia la
puerta. “¿Tan pronto te vas?” Me preguntó su cabeza que se
asomaba entre las frazadas. Volví sobre mis pasos y me eché en la
cama.
La
temperatura comenzaba a decender un poco. El clima gélido persistía
eternamente en esa casa, como si sólo Otoño e Invierno fueran las
únicas estaciones existentes dentro de esos muros.
Con
mi mano la busqué a tientas, pero sólo recibí un par de mordidas
en mi palma. No dije nada, saqué la mano de su escondite y contemplé
la poca sangre que manaba de la marca de sus pequeños colmillos
voraces. “Al menos esta vez no dejarás una gran cicatriz como
solías hacerlo”. Ella saltó sobre mi pecho y me encajó las
garras cerca de mi cuello. “Debería matarte” me dijo con su
mirada furiosa. Bien tenía razón. Después de todo yo dejé la casa
sin aviso alguno. “Pero... bueno, no tenés remedio” añadió
tornando más afable su mirar, “sos un crío, siempre has sido un
crío”. No pude evitar sonreír.
– No
pensé que mi partida repentina os heriría así.
– Nunca
pensás nada.
Acaricié
su cabeza. Ella, en cambio, me hizo un rasguño enorme en el
antebrazo. Mi piel probó nuevamente el ardor de sus garras afiladas.
Traté de empujarla, pero me hizo un nuevo rasguño en el mismo
sitio. “¡Hey, quieta!” le grité. Ella hizo caso omiso y se
limito a lamer mis heridas. Su lengua tibia aliviaba el dolor que
dejaban sus garras. Cuando por fin se quedó quieta me levanté del
lecho. Ella no hizo nada, pero sentía sus ojos pardos clavados en mi
nuca preguntando seriamente “¿A dónde vas?”. Giré la cabeza un
poco y susurré que buscaría algo de café en la cocina.
– Chico,
pero has dejado nada aquí.
Hice
caso omiso de su advertencia y busqué inútilmente en la cocina y en
la alacena agua, café y azúcar, sólo encontré polvo y un olor a
recuerdos familiares, pero imposibles de vislumbrar claramente. Volví
a mi habitación, conecté mi viejo estéreo, traté de sintonizar
alguna estación pero sólo recibía estática. “Nada ha cambiado
aquí” dije resignado a no poder escuchar algo más que ese shhh
infinito.
Me recosté en la cama otra vez mientras ese sonido
monótono me adormecía de a poco...
Me
despertó el rugido de mi estómago que pedía algo de alimento.
“Tengo hambre” dije con mi tono habitual. “Ya has comprobado
que hay nada, ni siquiera para una mísera taza de café” ronroneó
ella.
“Es
verdad, no hay comida. Entonces, ¿cómo...” giré la cabeza hacia
donde ella estaba. La miré fijamente . Por un momento ella pareció
sonreír. No pude mantener los ojos abiertos. Parpadeé. En cuanto
volví a abrir los ojos ella ya no estaba allí. Salí corriendo de
la casa.
En el
patio de la vecindad había varios gatos que me miraban
detenidamente. Comencé a correr sin saber bien porqué. Al llegar a
la entrada no podía mover la puerta ni un poco. Cuando al fin pude
separarla del quicio ésta se cerró una vez más, azotándose.
Escuché claramente un chasquido de los engranajes que se activaron
solos y colocaron el seguro. Los gatos se acercaron lentamente hacia
mí. Sus miradas encendidas me recorrían de arriba a abajo. Los miré
a todos de un vistazo; reconocí a dos de ellos, eran los primeros
dos cachorros que ella tuvo cuando yo vivía allí. Su hambre era
visible. Un sudor frío comenzó a recorrerme el cuello...
Miau (Gatuna parte II)
Abrí
los ojos exaltado y con la respiración bastante agitada. Ella por su
parte me golpeaba con la cola en la boca. Un dolor agudo en mi hombro
y algo húmedo en mi espalda había ayudado a despertarme de ese
sueño. “No tenés remedio” maulló con tono indiferente. Traté
de incorporarme, pero sentí una punzada bastante fuerte, mi vista se
nubló un poco y me sentí mareado. El frío incrementó
considerablemente. En un par de minutos me convertí en una silueta
que tiritaba sobre la cama. El sueño me invadió una vez más. El
hambre pasó a ser irrelevante, incluso las punzadas cerca del hombro
habían desaparecido. Miré a la gata que volvía a saltar sobre mi
pecho. “C'est tout” maulló. Mis párpados se volvieron pesados.
Los cerré lentamente mientras veía la silueta de ella difuminarse
hasta desaparecer completamente.