4/10/12

E-pístola

México D.F., a 30 de Junio del 2009

Prisma Y, Quivera,

¿Te importa si lloro un momento? No, no ha pasado nada grave, sólo la absurda melancolía que me es innata. Miraba un par de fotografías, leía algunos textos, en fin, revisaba el pasado común que compartimos con los elementos del universo. Me he dado cuenta de que, a pesar del tiempo y las pretensiones, de los momentos y las reacciones, de las peleas y las conversaciones (¿de los zumbidos y emoticones?), nunca (pero jamás) dije lo que alguna vez pensé en concreto –si es que a eso se le puede llamar pensar– .
Siempre me he fijado en las mujeres de ojos rasgados; han sido causa y efecto de mis fascinaciones abstractas, llanas (obtusas, agudas, de cualquier tipo de ángulo). Vos tenés esos ojos. Café claro –no miel, café claro– , como una oblea de cajeta: dulce con un toque de licor embriagante. Alguna vez te acercaste demasiado. Alguna vez pensé que (¿en serio se le llama pensar a eso?) nosotros...
Muchos creían tantas cosas, como se cree en Dios (un dios o el hasta pronto al decir adiós), yo mismo creí algo, pero alguien me confesó una de tus confesiones que me sacó de mi absurdo. Entonces comprendí tantas cosas (quizá no 'tantas' como da a entender la palabra, pero comprendí cosas). Yo mismo me he tratado de idiota por ello.

Me remitiré a lo necesario (espero).

Te vi por primera vez y supe que no eras lo que yo buscaba, supe también que te idealizaba y que posiblemente cometería un grave error si me acercaba peligrosamente a vos.
Te pensé, te miré, te observé, comencé a conocerte y comprendí que eramos seres distintos (¿primos relativos?), que yo era una quimera con más letras y vos una católimatématica. Vos creías en Dios, yo lo negaba. Vos sabías hallar deltas y épsilons, yo indagaba acerca del ser, la existencia y alguno que otro escritor –estando ambos en una carrera que concernía más a matemáticas que al nobel de Literatura– .
Invierno. Te conocí en invierno. Como ráfaga de nieve tu piel se acercaba a la mía a través de las ropas. Alguna vez te acercaste a mí para cobijarte del frío, alguna vez me consideré absurdamente en Paraíso y no hice más que disfrutar el momento fortuito.
Las veces que os acompañé a la avenida, para que vos cogieses el bus fueron fatales, pero me agradaba hacerlo. Era poder estar con vos, a tu lado, charlando un poco de filosofía y cálculo. Yo era dichoso. Con vos me sentía terriblemente bien. Era jodidamente genial. Extrañaré en verdad todo eso. En fin, luego la despedida, primero la confesión, que esta noche me siento obligado –más por el deseo de escribir y hablar con vos, que por el llamar tu atención– a relatar.

La maravilla consistió en que, conforme te iba conociendo, comprendía que no eras para mí. Que vos buscabas algo más y que yo no era más que un niñato, tu hermano menor – por decirlo de alguna manera – , un buen amigo o, simplemente, el chico que pronto se iría de esa facultad: un turista en el planeta Adm_PQuivera.

Lo que intento decir FL lo sabe, Koala lo sabe, Bbq lo sabe (la Santanera lo sabe): de algún modo extraño, aún sabiendo cómo sos, quién sos, qué sos, de dónde sos (y a dónde vas), te metiste en mí. Te adueñaste de un pedazo profundo. Al principio lo atribuí a tu belleza. No lo niego –ni vos lo negués– , sos increíblemente hermosa. Tenes una piel nácar, lechosa, como luna nueva; boca pequeña con labios delgados y rosados, apetecibles (¡cuántas veces tuve que contenerme! ¿Qué besos oculta esa curvatura de tus sonrisa?), tus brazos delgados, pero no huesudos; cubiertos con una piel firme y tersa. ¿Cuántas veces mis ojos divagaron en tu cintura, en tus caderas, habrán resbalado por tu vientre y volado rápidamente sobre tu sexo para resbalar por tus muslos, tus rodillas, tus espinillas y tus pantorrillas, hasta llegar a tus pies de pasos ligeros, casi infantiles? ¿Qué misterios envuelve tu cuerpo? ¿Qué aroma se oculta en tu cuello, en ese lunar donde nace tu espalda? ¿Qué susurro delata tu cabello? ¿Qué contacto tendrá tu mejilla en mis labios? ¿A qué “hora me dirás que te amo, esto es urgente que la eternidad se nos acaba”* (y se nos acabó, che, se nos acabó)?

No, en verdad no te amo. No llegué a amarte. Me transtornaba la idealización que hacía de vos, pero no puedo negar que sentía una cruel (sí, cruel), enigmática y gigante atracción por vos –aún la siento de vez en vez, cuando miro las fotos, cuando reviso el historial o cuando simplemente recuerdo algunas cosas– . Sé que no tengo derecho ni decencia al deciros esto. Sé que quizá con esto arruine lo que hemos vivido juntos y la amistad (o el pedazo de amistad) que hasta ahora hemos forjado.

(Por ahora viene el cinismo, dentro de poco comenzaré a llorar, supongo).

Supongo que ya te habías hecho alguna idea de todo esto. Quizá lo desechaste o posiblemente nunca transgredí la frontera de Amistad (aunque en mi mente naufragaba en Deseo con Teseo, Perseo, Orfeo y otros eos en un Liceo bastante feo). Esto fue un romance macabro. El delirio de una flauta pereciendo nocturnos, odas al amor, exhalando delirios de faunos y vomitando notas a lo imbécil.

¿Alguna vez mencioné que me gustaba tu nombre? No el segundo, el primero.
Una vez me preguntaron cómo le haría el amor a una figura geométrica, respondí un sin fin de imágenes y metáforas y culminé con: en Rn. ¿Haríamos el amor en la infinita dimensión? ¿Te atreverías a recorrer este cuerpo esquelético con tus manos delgadas y suaves? ¿Complacerías mi hambre con tu aliento, con el sabor de tu hambre, con la sed de tu sed? ¿Corresponderías la mirada que se lanza suicida a tus ojos, a tu cuerpo, a tu alma?
Vos no sos una figura plana. Sos más uno de esos fractales que no abundan por aquí.

Algo que siempre me hechizó fue tu voz. Esa voz dulce y no-cantarina. En el volumen exacto, con la entonación precisa y el matiz adecuado. Una nota no muy aguda –pero aguda– que escapaba de las aves come-jamón.

Descubriste la poesía. Descubriste Teoremas importantes y descubriste –quizá sin saber (hasta ahora)– la entrada a un lugar –llamado por muchos– : El Laberinto. Vos sos un laberinto que descubrió (y atrapó) mí Laberinto.
Tenés mi caja de Pandora, (re)presentás todo lo que mi carne –y espíritu– pudo desear y, sin embargo, sólo en la imagen que me creé de vos. Musa idealizada de mis deseos, de mis entrañas. Base de mis sueños, un anhelo de mis (des)esperanzas.

Atentamente:
El conde y agregado.

PS. Perdona tan burda confesión, pero creo que te debo sinceridad. En estos precisos momentos no estoy mal. No necesito compasión o respuesta alguna, estoy perfectamente feliz y bien, es sólo que yo necesitaba que vos lo supieses. Sos la primer mujer que me ha cautivado y a la que, hasta después de pasado el efecto sustancioso llamado “enamora-miento” le confieso los sentimientos que alguna vez albergó mi corazón.
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*Jaime Sabines

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