¿Encontraría a la Maga?
Tantas veces había bastado asomarme viniendo por la rue de Seine, al arco que
da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el río
me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont
des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil de
hierro inclinada sobre el agua.
[…]
Pero ella no estaría ahora en
el puente. Su fina cara de translúcida piel se asomaría a viejos portales en el
ghetto del Marais, quizá estuviera charlando con una vendedora de papas fritas
o comiendo una salchicha caliente en el boulevard de Sebastopol. De todas
maneras subí hasta el puente, y la Maga no estaba.
(Rayuela, Julio Cortázar)
I
La primera
cita fue una curiosa alegoría de metáforas y simbolismos que les bailaban en la
cara. Ellos estaban un poco nerviosos, porque no sabían si entendían o si eran
simples alucinaciones producidas por las fuerzas cósmicas de sus cuerpos.
Consistió en una película rápida, elegida como se elige el bus o el tranvía,
boletos apresurados y una carrera a la sala del cine; asientos cómodos, buena
música, simbolismos versus realidad, sentimiento versus sentimiento; dicotomía
buscada, ¿amor? ¿Esa palabra?
En
el filme veían reflejos de sí mismos y de sus ancestros-doppelgänger. Él no
pudo evitar susurrarle algo al oído y hacerle cosquillas. Ella no pudo evitar
estremecerse y caer en su regazo. Él la abrazó. Ella lo miró directo a los
ojos, iluminados por el azul de los veinticuatro cuadros proyectados cada dulce
segundo.
El
filme-espejo quedó olvidado junto con los doppelgängers, que seguían
moviéndose, pegándose, hablándose en francés, mientras que los dos únicos
miembros de la audiencia estaban muy ocupados en probar los labios del otro, en
recorrerse las manos como si fuesen todo el cuerpo, como si quisieran
aprenderse de memoria las líneas que surcaban la palma, como si esas líneas
fuesen el camino directo al alma amada. Se perdieron en esos senderos
entrelazados mientras duraron las luces apagadas y, los diálogos y la música
sonando. El tiempo continuó deteniéndose entre respiros ahogados e
interrumpidos del beso casual (y causal).
La
siguiente cita (y la siguiente a esa y la siguiente a esa, y...) fue una bella
replica e improvisación de la primera. Siempre un cine después de un café, siempre
el beso buscado, la dicotomía fundida; siempre la caricia infiltrada que los
guiaba al momento (memento) cenit, crucial, al nirvana absoluto, a un paraíso
escondido entre miradas furtivas, fugitivas y fugaces.
Todo
transcurrió como una novela, tertulias, disputas, la sala, el jugueteo previo
al abrazo previo a la caricia previa al beso previo al tortuoso final del día
en la puerta de la casa de ella y, como un lindo epílogo, el viaje de quince
minutos (o menos dependiendo del tráfico) hasta el departamento de él.
II
–
Terminaremos locos, che.– Mira que
hablar conmigo frente del espejo.– Locos
y perdidos, como ese monólogo, o como ese libro que...– Ya cállate, deja de
decir pavadas, eres una verdadera molestia cuando te pones así.– ... terminamos en dos semanas, ¿te acordás?
– ¡Cómo olvidarlo!
–
La lógica no es buen arma para ti, mira que ponerme a responderte en frente del
espejo.– Pero si terminaremos locos, ¿qué
no lo ves?– ¡Claro que lo veo! Ese es el problema, sé el desenlace y aún
así te concedo la prórroga de existencia.– Ahora
me das muerte civil.– Ahora, mañana, al rato... el tiempo no importa, el
asunto es matarte, tirarte a uno de esos ríos o lagos donde los cadáveres se
hunden y no salen nunca.
Tres
años después se le había hecho costumbre insultar a un (otro) doppelgänger
inventado, hablarse de metafísica, patafísica y otrasfísicas; o simplemente
tirarle dardos de goma al espejo que ya llevaba varios trozos quebrados y tenía
algunas telarañas que surcaban el cristal.
De
súbito una canción sonó. “Y justamente
ahora, irrumpes en mi vida”... – En
efecto, che, con todo esto nos rompe los esquemas, los paradigmas, la madre.–
“con tu cuerpo exacto y ojos de asesina”...–
Ojos de hada, cuerpo de sílfide, voz
de...– Ahí vas con los lugares comunes, ¿no te hartas?– “tarde, como siempre, nos llega la fortuna”...
– La fortuna, el amor, la ternura, todo
llega demasiado tarde y de a muy poco; nunca basta, nunca es suficiente. Hasta
el recuerdo, que inunda de felicidad el alma, dura una nimiedad en comparación
con el dolor que deja en... en...– .
Al
final de la canción él ya estaba colgado de la bocina del teléfono apretando
los mismos dígitos una y otra vez sin obtener otra respuesta que la grabadora
de aquella, que años atrás había sido su musa (platónica) y escaramuza (con la
realidad).
III
Valiéndose
de las enseñanzas concedidas en el mundo matemático (mundo donde los teoremas
son credo y religión – un simple acto de fe con demostraciones incluidas – ,
donde todo es terriblemente cínico y lleno de vacíos legales útiles) fue a
buscarla un día, a pesar de que ya había otra sirena que lo atraía con su
canto. Llegó a su casa recorriendo el camino que solía tomar años atrás. Miró
el número del viejo letrero clavado a la pared. Se decidió a golpear la puerta
y esperar a recibir alguna respuesta.
Cerró el puño y dio con los nudillos tres golpes secos en la madera. Antes de
obtener respuesta echó a correr. Después de tres cuadras, chocó con una mujer
joven de piel nácar, ojos traviesos y un aroma inconfundible. Los dos cayeron
al suelo. Ella sólo grito “¡Idiota!”, él no supo qué hacer excepto echarse para
atrás y, así, no caer sobre ella. Cuando se miraron quedaron anonadados.
–
Tú...
–
Vos…
Se
reconocieron en seguida, no pudieron evitar soltar una carcajada, que hizo
salir una multitud de cabezas curiosas por las ventanas de las casas aledañas.
Rieron como locos, se levantaron ayudándose mutuamente y tropezaron sin querer
con el otro, volviendo a caer; solamente que esta vez ella quedo encima de él,
con su cabello cubriendo ambos rostros. Se miraron fijamente, escondidos tras
ese velo castaño. Sonrieron y se quedaron así unos minutos.
Cuando
por fin lograron ponerse en pie entraron a la casa, se sirvieron vodka y
pusieron discos de jazz, tango y algunos boleros olvidados para seguir con su
lúdica pretensión de intelectualidad. Charlaron de los años transcurridos, de
los estudios prolongados y los planes que habían ideado y seguido. Los sueños
sin cumplir, las despedidas y todos los tragos amargos se habían quedado fuera
de la casa; les cerraron la puerta en las narices sin avisarles y sólo se
quedaron aquellas atmósferas cálidas, que siempre les habían acompañado desde
su primera locura, a la que les gustaba llamar “Balbuena”.
Media botella más tarde los formalismos habían quedado olvidados, el protocolo
se fue al infierno y, sin pensarlo, se abandonaron a sí mismos una vez más,
como en los tiempos de antaño, cuando era más sensato un viaje de tres horas en
el metro, sólo para no llegar al mismo tiempo, que admitir algo.
IV
De pronto es más sencillo así, besarte en plena
oscuridad y romper con el pragmatismo utilizado. Es más sencillo decirte nada a
decirte te amo, mucho más fácil omitir mi voz y concentrarme en tus gemidos.
Romper la luz con tus párpados cerrados y tus labios curveados en una gran
sonrisa. Fingir que no hay nada más, excepto vos y yo. Pretender que las
consecuencias son subjetivas, imaginar que esos momentos serán eternidad, creer
que no se puede destrozar un alma marchita.
De pronto es más sencillo así,
matar a la quimera mientras la creamos, destrozar la piedra filosofal después
de haberla encontrado y, por simple enfado, convertir el oro en plomo. Entonces
comenzar a llorar por todos lados.
Mucho más fácil aventurarse, que
seguir el camino bifurcado. Mucho más fácil amarte después de haber volado,
mucho más fácil morir sin vos que morir a tu lado.
De pronto es más sencillo (simple)
así. Es más simple (sencillo) que irnos a París o que volar hasta Buenos Aires
sin un peso en los bolsillos, que correr tres pisos o brincar de un puente a
otro. Es más sencillo (simple) la demencia de la lógica, que la sensatez de
nuestra locura. Es más simple (sencillo) decir “te ame”, que “aún te amo”. Es
más simple todo eso, y ponerse a escribir, mirar tu retrato, recordar
la-ventura y besar tus labios.
V
Cuando el
ritual terminó Ella lo miró con sus ojos traviesos, los mismos con los que le
había incitado el primer viaje. Él sintió el vértigo de aquella vez, el
aproximarse lentamente al destino (a Balbuena), una historia concretada con un
abrazo que habría de perderse. Ella le dijo “haz lo correcto”. Él bajó la
cabeza y susurró el nombre de aquella estación del tranvía. Ella negó
delicadamente y repitió esa frase (tan innecesaria). Ya los dos sabían qué
jugadas hacer, qué sacrificios realizar, cómo dar el jaque mate preciso,
perfecto y poético. Esa era la solución, lo correcto. Aunque le partiese el
corazón, ella había preferido morir a traicionar definitivamente. Él no quería
dejar heridos, pero algo había que hacerse.
Lo correcto.
No
era sencillo, pero era simple.
Lo correcto.
Era
sensato, lógico y
correcto.
Partió
de su casa al día siguiente. Al llegar a su apartamento hizo un par de llamadas
a algunos amigos que habían dejado mensajes en su contestadora. Por último la
llamó a Ella, una vez más ocurría lo que meses atrás: sólo estaba la voz
grabada pidiendo que dejase un mensaje. Colgó la bocina y susurró “Voy a por
vos”.
Salió
con una valija a la calle, cogió un bus hacia la casa de su nueva musa, aquella
por la cual había que hacer lo correcto. Cuando llegó al edificio gris su musa
lo recibió. Él no se pudo andar con rodeos. La última vez había temido herirla,
pero en esta ocasión el tiempo apremiaba. Ya era bastante tarde para andarse
preocupando por detalles mínimos. Simplemente dijo tres frases, sin importarle
el pasado compartido (por las dos, por los dos y por los tres). La ex-musa lo
miró con ira, de sus ojos se desprendía un fulgor asesino y de dolor, y las
lagrimas contenidas se le agolparon en los párpados sin resignarse a caer. Él,
sin bajar la mirada dijo por última vez “lo siento” y se marchó.
Se
fue directo a casa de Ella, llamó a la puerta sin obtener respuesta. Se sentó
en la acera a esperar.
Ya era la media noche cuando un auto aparcó cerca de donde él estaba dormido.
–
¿Qué haces aquí? – le preguntó una voz dulce.
–
Te esperaba.
Después
de que ella lo abofeteó entraron a su casa, repitieron e improvisaron lo
ocurrido la última vez.
Días
más tarde todos se preguntaban dónde andaban esos dos. Los viejos amigos que
tenían en común se habían reunido para buscarles, pero nadie tenía noticias
nuevas. El único rastro que habían dejado eran unas notas garabateadas con
prisa, en la que se leían:
“No hubo otro remedio, chicos, lo sentimos.
PD. ¿Sabían que Roma está en París?”.
México, 2009