Antes del libro de Bugarini, quizá escuche alguna vez el nombre
“Varsovia” como referencia a algo localizado en alguna parte lejana de Europa,
una especie de pueblo mítico resistente al tiempo. En efecto, Estación Varsovia me confirmó esa ligera
sospecha: la descripción de las calles y la atmósfera permanentemente gélida, y
las fotografías (tomadas por el mismo autor) muestran esa tierra lejana (en
todos los sentidos) como una geografía que, de la misma forma que
Latinoamérica, se ciñe a su propio cosmos; incluso, el tiempo corre distinto
ahí.
Varsovia ocurre justo como una simple estación en
todo el recorrido. El protagonista de la novela la ocupa como un stand by en su vida (aunque sólo
consista en una parada durante un viaje de trabajo). Quizá fue la atmósfera
gélida y estática o la geografía, pero la novela me trajo ciertas remembranzas
de Kundera.
Cerca del final del libro, aparece una frase (“En
la antigüedad los hombres buscaron en el firmamento las respuestas, y era
tiempo de hacerlo de nuevo”) que me recordó a Luckács (“¡Bienaventurados los
tiempos que pueden leer en el cielo estrellado el mapa de los caminos que están
abiertos y que deben seguir!”).
Estación
Varsovia detiene al tiempo para regresar de la inconcreta linealidad a la
infinita y bien delimitada circularidad de lo cíclico. El final de la novela me
lo confirmó: M. (parte importante del pasado), ebria, llama al protagonista:
“Nada acaba nunca” (Dr. House). Un
regreso a la espiral con todo lo que ello implica: lo bueno y lo malo; lo que,
en términos de Kundera, sería una existencia con peso, por lo tanto el cierre
de “la trampa” (según la define en El
arte de la novela).
Me confirma lo que dice Baudrillard sobre supuesto
fin de la historia: “nada acaba nunca” tan sólo pretende que se termina: ya
porque regresa un poco a lo cíclico (como en el libro de Bugarini), ya porque
finge su propia muerte en ese quedarse quieto, y uno ni se entera.
Ficha del libro: Bugarini, Luis, Estación Varsovia, México: Sediento, 2013, 79 pp.
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