Para Nashielli Manzanilla y Mikel Deltoya
Recuerdo por qué prefiero la carretera: en pleno vuelo es imposible ver nada salvo cielo: ese espejo de mar inamovible; supongo que en eso se parecen el capitán de barco y el de vuelo: tienen que navegar a ciegas (con un radar, pero deben sobreponerse al hecho de no ver nada entre travesías).
Último vistazo a una ciudad que apesta, llena de gente que odio sin conocer, que últimamente sólo me ha estorbado para trasladarme de A a B; casas que se alzan caóticamente y que se mantienen en pie a fuerza de resentimiento y resignación.
Me esperan horas de mar, me espera un lugar tranquilo, un stand by de esto que pasa (que dicen que es la vida): un quicksave para cerrar los ojos y dormir un rato: Bowser, Zelda, el Dr. Willy... Todos pueden esperar: siempre esperan.
Una hora no es suficiente para una película; en la pantalla transmiten comerciales. Ese es el precio de estar a la vanguardia en este país, en este planeta: fumarte los eslóganes y los spots de publicistas mediocres.
El avión acelera: se siente como estar en casa: el cuerpo pegado al asiento, los oídos tapados y el paisaje moviéndose como en cinta automática. El avión acelera para que el aire lo eleve hacia ese cielo nublado que el sol no puede acribillar. Posición diagonal para ascender. Si baja la velocidad, nos caemos.
El avión acelera. Leo en las alas "Do not walk outside this area". Hasta el payaso equilibrista del avión tiene restricciones. Últimamente la vida ha sido así: do not walk outside this area. Pero, lo siento, me gusta pasear por el lado salvaje del camino, hacia la carretera camino al infierno.
Creo que esta vez no me encontraré con poetas ni literatos: vacaciones light.
Un whisky para el camino y unos doritos para no olvidar la realidad. Un libro que me obliga a mover cuerdas que hace años no tocaba y que deberían permanecer inmóviles.
Avisan el descenso. Un vuelo con turbulencia que dura muy poco. Debo apurar mi trago.
Por cierto, Mikel, si estás leyendo esto un 23 de diciembre: Feliz cumpleaños.