Las reincidencias constantes de objetos precisos (cosas que no se pueden ignorar ni a fuerza de Alzheimer) causan pánico. Freud ya lo había dicho. Un número repetido, un sueño reiterado, un algoritmo de iteraciones, si están formados a base de impactos aplastantes, resultan terroríficos.
No se necesita mucho para ver los pretextos usuales plantados frente a la nariz que parecen ilusiones nacidas de un espectrograma, espejos contrapuestos o un mal chiste (uno de humor negro) con los tragos suficientes encima (y ya sin cigarrillos).
Por ejemplo, ese nombre de una ciudad que se te muestra primero en un libro y luego en una estación de metro. Sin saberlo, ya ha marcado un camino. Ese nombre de ciudad te persigue sin que te enterés, porque en esa estación de metro besaste a una chica que tiempo después botarías frente al colegio sin saber que eso era lo que ella deseaba, que ya le dijeras adiós; y en esa misma estación te encaminaste una vez hacia un patíbulo rodante, una camioneta donde sonaba el Himno Nacional Mexicano de fondo, tu novia (de esa entonces) dirigía a la orquesta y te humillaban con el regaño por la hora, la tardanza, la promesa del castigo, etcétera, etcétera, etcétera. Curiosamente, no sólo el nombre te lo topás, sino el libro también y de nuevo te marcan: sos la vaca del rebaño que ese pinche nombre tiene. Sustantivo Propio.
Y lo querés mandar a la chingada francamente, pero sólo hoy. Mañana [al rato, en unas horas quizá, te reconciliés con él y le ofrezcás –como siempre– tus servicios para enaltecer su leyenda y afirmar que todos los que hemos sido abrazados (cambiá la zeta por ese a placer, al fin acá las dos se dicen exactamente igual) por sus sílabas hemos tenido harta suerte].
Ya, lo del nombre de ciudad por un lado. Luego, el nombre de ese otro libro que tantos problemas te ha dado. En realidad no es el título de un libro, sino el que llevaría pero, en su lugar colocaron algo más occidental, menos oriental y al camino de la tierra al cielo le quitaron la mandala. El nombre se te repite como no tenés idea. En la sopa, en los anuncios, en el suelo ves pequeños cuadros pintados con gis, en el centro su respectivo número. Vos saltás cada que los ves. Es más, te gusta eso, que aparezca y se reproduzca. Vos le colocás los espejos para que salgan más y el salto en sí mismo se multiplique hasta la náusea, hasta el cuello, hasta el copete, hasta la madre. Esa aparición constante (una al lado de la otra) nunca te había sido molesta hasta el día en que apareció con (no como) el nombre de ciudad.
Supiste, desde que bajaste del andén de la línea del metro que tiene ese nombre de ciudad tan descarado, que saliste del STC para encontrarte al destino (propio o ajeno, no importaba, destino al fin); con una mujer a la que hace años no ves, con un amigo que ya extrañas, con un balazo en la cabeza. Esperabas algo físico, algo tangible (preferiblemente una de esas minas que no ves hace rato). Pero, como siempre (y como nunca) te tocó lo abstracto en lo más concreto del pecho. Y los nombres se te multiplicaron; con ellos los sucesos. Piedra, tras piedra, tras piedra, chocando aplastante. Un pequeño sepulcro metafísico en el que te guardaban.
Caminaste como loco por las calles mientras observabas todos los demás signitos que te habían bailado en el culo años atrás, pero vos sólo te rascabas: primate ignorante de que “Dios no juega a los dados” (y sí, che, te entiendo, Dios y vos tienen una relación rara de deicida y víctima, de amor-odio según nos dice cierto ex-médico). Te lo encontraste todo. El colmo fue no haberte dado cuenta antes. No entendías; quizá ahora sólo sobreinterpretás. Ni puta idea; aunque, vaya que te ensartaron.
Sin embargo, la repetición tiene su cura en el exceso (ojalá). Ahora, en estas épocas posmodernas, todo nos parece tan gastado, tan de olvido, que cuando llega la muerte de visita incluso pensamos que ya ni eso vale la pena. ¿Hasta dónde hemos llegado, si es que un día realmente nos movimos?
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