Blog personal de Gilberto Nava, "Gablot". Aquí puedes encontrar textos literarios, ensayos, críticas y básicamente cualquier cosa que habita en esa cabeza y se escapa entre los dedos.
Una llamada desde la
estación del tren. Ella me llama y la imagino en un andén grande y férrico;
paredes color ópalo y una corriente de aire atravesando las vías.
“Quería
compartirlo contigo”.
“¿No
has pensado que las estaciones de trenes son como portales?”.
“Sí,
lo he pensado algunas veces”.
Un
tren es un puente arcoíris que sale de Asgard.
Un
tren es un gusano revivido con shocks eléctricos y suficiente presupuesto.
Un
tren es todo eso y otra cosa.
Un
tren es un tren es un tren.
“Deberíamos
viajar en tren y pronto”.
“Deberíamos”.
Los
trenes también pueden ser hoteles de paso (en todos los sentidos). Tres parejas
por vagón, todas copulando al ritmo de las vías. Dos mirones por pareja y un
depresivo que escucha los sonidos aleatorios de las vías y los gemidos. La
mitad de los mirones lleva un rosario colgando del sexo; la otra mitad disfruta
el espectáculo en vivo. Una de cada tres parejas se entera de que los espían.
No
importa.
La
mitad de los enterados hacen entrar en el juego al que mira y se lucen y se
exhiben. La otra mitad no se detiene pero intenta cubrir púdicamente los
resquicios por donde se cuelan visiones de la piel, sudores, olores y gemidos
(sobre todo gemidos).
Por
desgracia, ninguna vía es cíclica. Siempre hay un punto de partida y de llegada.
Sería tan lindo que todos los pasajeros llegasen (aún los que tienen el rosario
colgando de su sexo), pero quizá (si bien va) sólo la mitad llegue; tal vez
menos.
Antes del libro de Bugarini, quizá escuche alguna vez el nombre
“Varsovia” como referencia a algo localizado en alguna parte lejana de Europa,
una especie de pueblo mítico resistente al tiempo. En efecto, Estación Varsovia me confirmó esa ligera
sospecha: la descripción de las calles y la atmósfera permanentemente gélida, y
las fotografías (tomadas por el mismo autor) muestran esa tierra lejana (en
todos los sentidos) como una geografía que, de la misma forma que
Latinoamérica, se ciñe a su propio cosmos; incluso, el tiempo corre distinto
ahí.
Varsovia ocurre justo como una simple estación en
todo el recorrido. El protagonista de la novela la ocupa como un stand by en su vida (aunque sólo
consista en una parada durante un viaje de trabajo). Quizá fue la atmósfera
gélida y estática o la geografía, pero la novela me trajo ciertas remembranzas
de Kundera.
Cerca del final del libro, aparece una frase (“En
la antigüedad los hombres buscaron en el firmamento las respuestas, y era
tiempo de hacerlo de nuevo”) que me recordó a Luckács (“¡Bienaventurados los
tiempos que pueden leer en el cielo estrellado el mapa de los caminos que están
abiertos y que deben seguir!”).
Estación
Varsovia detiene al tiempo para regresar de la inconcreta linealidad a la
infinita y bien delimitada circularidad de lo cíclico. El final de la novela me
lo confirmó: M. (parte importante del pasado), ebria, llama al protagonista:
“Nada acaba nunca” (Dr. House). Un
regreso a la espiral con todo lo que ello implica: lo bueno y lo malo; lo que,
en términos de Kundera, sería una existencia con peso, por lo tanto el cierre
de “la trampa” (según la define en El
arte de la novela).
Me confirma lo que dice Baudrillard sobre supuesto
fin de la historia: “nada acaba nunca” tan sólo pretende que se termina: ya
porque regresa un poco a lo cíclico (como en el libro de Bugarini), ya porque
finge su propia muerte en ese quedarse quieto, y uno ni se entera.
Ficha del libro: Bugarini, Luis, Estación Varsovia, México: Sediento, 2013, 79 pp.
Este
año logré una proeza: asistir a tres conciertos. Generalmente, con uno al año
basta (a veces no se puede ninguno); sin embargo, ahora ocurrió el milagro.
Luca
Turilli’s Rhapsody
Unos amigos me
habían dicho que fuera al concierto. Ya tenía rato de no ver a esos muchachos
que se sentaban juntos en una de las escuelas fresas del distrito. El grupito
de chavales que se sentaban a escuchar metal entre clases. De los cinco que
eran, sólo asisten dos: los que no han claudicado en el estilo aunque la vida
los tironeó hacia lares diversos.
Ellos
crecieron (yo no). Siguieron el camino que les gustaba, sí (como yo), pero su
jornada tuvo más recompensas y logros desbloqueados. C’est la vie, supongo.
Comienza
“Emerald Sword”. Los pocos asistentes del salón cuervo explotan y saltan con el
primer acorde de la guitarra. La leyenda
dice que sólo un guerrero de corazón puro puede ser digno de la espada.
El
siguiente verso suena como un rugido profundo: “Yes, I am that warrior, I followed
my way!”. Mis dos colegas lo entonan igual desde sus lugares. “Yes, I am that
warrior”. Como si tuviésemos quince años nuevamente y estuviéramos
preparándonos para una quest. Escuchamos al bardo relatar sus leyendas para que
nos incendien un poco el alma. Y lo logran (tal vez).
Black Sabbath
Dos viejos rockeros
están en pista, en medio de los jóvenes. Ya no van al slam, pero la música se
apodera de ellos como si aún se encontrasen en sus años mozos.
“Es
una buena señal” dice otro chavo atrás de mí mientras los señala. En efecto, es
una muy buena señal.
Me
pregunto ¿así me veré yo en varios años? Canas largas, rodillas cansadas y el
vigor, que ya no tendré, naciendo de las notas que se incrustasen en mi
tímpano.
Toda
la banda se ve en las mismas. Los años nunca perdonan, especialmente si se
fueron con excesos (Ozzy es la prueba viviente).
Mägo de Oz. 25 Años.
Suena la Cantata del
Diablo en el salón Cuervo. Dieciocho minutos de frenesí. Al terminar, la parte
instrumental da pauta al “Salmo de los desheredados”. Los asistentes recitan
(mos) con ira, dolor, tristeza (y, quizá, algo similar a la fe) los versos de
esa plegaria. Ni en misa, ni en un rosario escuché entonar una oración tan
devotamente.
Las
últimas palabras del rezo perforan los muros; son un mazo golpeando las puertas
que el cielo (nos) ha cerrado:
“Padre nuestro,
de todos nosotros,
¿por qué nos has olvidado?
Padre nuestro,
ciego, sordo y desocupado
¿por qué nos has abandonado?”
¿Será
que nos quedamos atascados en el romanticismo? Nos lamentamos que “el
fundamento” se nos haya marchado, que la utopía prometida fuese tan sólo un
buen negocio en el que no nos tocaban ganancias.
Sí,
antes de la Cantata todo el concierto fue una orgía de brujas y duendes, pero
esos veinte minutos fungieron de fin de carnaval: Estamos hasta el puto carajo
con eso llamado Dios. Entender aquí
que el concepto rebasa lo religioso: Dios es la promesa que permanentemente
decepciona y que persiste en la mentira; la ceguera autoinducida y
autocomplaciente (trasladarlo al plano humano que más guste).
El cenit, el final, para confirmar todo lo
anterior: “Fiesta pagana”. Todos levantamos el puño y gritamos que “en la
hoguera hay de beber”. A esas alturas ya uno prefiere morir de pie que vivir
enculado. Quién sabe si, al terminar el concierto, el furor no se disipe. Es lo
más seguro. El sudor y la rabia se quedan en esas cuatro paredes, se diluyen
junto con el eco con el paso de las horas.