23/12/13

Trenes



               Para Sophia


Una llamada desde la estación del tren. Ella me llama y la imagino en un andén grande y férrico; paredes color ópalo y una corriente de aire atravesando las vías.
“Quería compartirlo contigo”.
“¿No has pensado que las estaciones de trenes son como portales?”.
“Sí, lo he pensado algunas veces”.

Un tren es un puente arcoíris que sale de Asgard.
Un tren es un gusano revivido con shocks eléctricos y suficiente presupuesto.
Un tren es todo eso y otra cosa.
Un tren es un tren es un tren.

“Deberíamos viajar en tren y pronto”.
“Deberíamos”.

Los trenes también pueden ser hoteles de paso (en todos los sentidos). Tres parejas por vagón, todas copulando al ritmo de las vías. Dos mirones por pareja y un depresivo que escucha los sonidos aleatorios de las vías y los gemidos. La mitad de los mirones lleva un rosario colgando del sexo; la otra mitad disfruta el espectáculo en vivo. Una de cada tres parejas se entera de que los espían.
No importa.

La mitad de los enterados hacen entrar en el juego al que mira y se lucen y se exhiben. La otra mitad no se detiene pero intenta cubrir púdicamente los resquicios por donde se cuelan visiones de la piel, sudores, olores y gemidos (sobre todo gemidos).
Por desgracia, ninguna vía es cíclica. Siempre hay un punto de partida y de llegada. Sería tan lindo que todos los pasajeros llegasen (aún los que tienen el rosario colgando de su sexo), pero quizá (si bien va) sólo la mitad llegue; tal vez menos.

8/12/13

Vías circulares. Sobre "Estación Varsovia" de L. Bugarini


Antes del libro de Bugarini, quizá escuche alguna vez el nombre “Varsovia” como referencia a algo localizado en alguna parte lejana de Europa, una especie de pueblo mítico resistente al tiempo. En efecto, Estación Varsovia me confirmó esa ligera sospecha: la descripción de las calles y la atmósfera permanentemente gélida, y las fotografías (tomadas por el mismo autor) muestran esa tierra lejana (en todos los sentidos) como una geografía que, de la misma forma que Latinoamérica, se ciñe a su propio cosmos; incluso, el tiempo corre distinto ahí.
Varsovia ocurre justo como una simple estación en todo el recorrido. El protagonista de la novela la ocupa como un stand by en su vida (aunque sólo consista en una parada durante un viaje de trabajo). Quizá fue la atmósfera gélida y estática o la geografía, pero la novela me trajo ciertas remembranzas de Kundera.
Cerca del final del libro, aparece una frase (“En la antigüedad los hombres buscaron en el firmamento las respuestas, y era tiempo de hacerlo de nuevo”) que me recordó a Luckács (“¡Bienaventurados los tiempos que pueden leer en el cielo estrellado el mapa de los caminos que están abiertos y que deben seguir!”).
Estación Varsovia detiene al tiempo para regresar de la inconcreta linealidad a la infinita y bien delimitada circularidad de lo cíclico. El final de la novela me lo confirmó: M. (parte importante del pasado), ebria, llama al protagonista: “Nada acaba nunca” (Dr. House). Un regreso a la espiral con todo lo que ello implica: lo bueno y lo malo; lo que, en términos de Kundera, sería una existencia con peso, por lo tanto el cierre de “la trampa” (según la define en El arte de la novela).
Me confirma lo que dice Baudrillard sobre supuesto fin de la historia: “nada acaba nunca” tan sólo pretende que se termina: ya porque regresa un poco a lo cíclico (como en el libro de Bugarini), ya porque finge su propia muerte en ese quedarse quieto, y uno ni se entera.

Ficha del libro: Bugarini, Luis, Estación Varsovia, México: Sediento, 2013, 79 pp.

1/12/13

Sweet Dreams byMarilyn Manson (Cover)


Este año logré una proeza: asistir a tres conciertos. Generalmente, con uno al año basta (a veces no se puede ninguno); sin embargo, ahora ocurrió el milagro.

            Luca Turilli’s Rhapsody
Unos amigos me habían dicho que fuera al concierto. Ya tenía rato de no ver a esos muchachos que se sentaban juntos en una de las escuelas fresas del distrito. El grupito de chavales que se sentaban a escuchar metal entre clases. De los cinco que eran, sólo asisten dos: los que no han claudicado en el estilo aunque la vida los tironeó hacia lares diversos.
Ellos crecieron (yo no). Siguieron el camino que les gustaba, sí (como yo), pero su jornada tuvo más recompensas y logros desbloqueados. C’est la vie, supongo.
Comienza “Emerald Sword”. Los pocos asistentes del salón cuervo explotan y saltan con el primer acorde de la guitarra.  La leyenda dice que sólo un guerrero de corazón puro puede ser digno de la espada.
El siguiente verso suena como un rugido profundo: “Yes, I am that warrior, I followed my way!”. Mis dos colegas lo entonan igual desde sus lugares. “Yes, I am that warrior”. Como si tuviésemos quince años nuevamente y estuviéramos preparándonos para una quest. Escuchamos al bardo relatar sus leyendas para que nos incendien un poco el alma. Y lo logran (tal vez).

           


           Black Sabbath

Dos viejos rockeros están en pista, en medio de los jóvenes. Ya no van al slam, pero la música se apodera de ellos como si aún se encontrasen en sus años mozos.
“Es una buena señal” dice otro chavo atrás de mí mientras los señala. En efecto, es una muy buena señal.
Me pregunto ¿así me veré yo en varios años? Canas largas, rodillas cansadas y el vigor, que ya no tendré, naciendo de las notas que se incrustasen en mi tímpano.
Toda la banda se ve en las mismas. Los años nunca perdonan, especialmente si se fueron con excesos (Ozzy es la prueba viviente).


            Mägo de Oz. 25 Años.

Suena la Cantata del Diablo en el salón Cuervo. Dieciocho minutos de frenesí. Al terminar, la parte instrumental da pauta al “Salmo de los desheredados”. Los asistentes recitan (mos) con ira, dolor, tristeza (y, quizá, algo similar a la fe) los versos de esa plegaria. Ni en misa, ni en un rosario escuché entonar una oración tan devotamente.
Las últimas palabras del rezo perforan los muros; son un mazo golpeando las puertas que el cielo (nos) ha cerrado:

“Padre nuestro,
de todos nosotros,
¿por qué nos has olvidado?
Padre nuestro,
ciego, sordo y desocupado
¿por qué nos has abandonado?”

¿Será que nos quedamos atascados en el romanticismo? Nos lamentamos que “el fundamento” se nos haya marchado, que la utopía prometida fuese tan sólo un buen negocio en el que no nos tocaban ganancias.
Sí, antes de la Cantata todo el concierto fue una orgía de brujas y duendes, pero esos veinte minutos fungieron de fin de carnaval: Estamos hasta el puto carajo con eso llamado Dios. Entender aquí que el concepto rebasa lo religioso: Dios es la promesa que permanentemente decepciona y que persiste en la mentira; la ceguera autoinducida y autocomplaciente (trasladarlo al plano humano que más guste).

 El cenit, el final, para confirmar todo lo anterior: “Fiesta pagana”. Todos levantamos el puño y gritamos que “en la hoguera hay de beber”. A esas alturas ya uno prefiere morir de pie que vivir enculado. Quién sabe si, al terminar el concierto, el furor no se disipe. Es lo más seguro. El sudor y la rabia se quedan en esas cuatro paredes, se diluyen junto con el eco con el paso de las horas.