En
todas las consolas de videojuegos que conozco existe un delicado y
poderoso objeto/opción-en-el-menú-de-pausa capaz de
(pseudo)erradicar todos los errores cometidos durante la partida, sin
importar cuán absurdos, estúpidos o fatales hayan sido: el
Reset/Restart/Retry.
Nada más útil y peligroso que dotar a un macarra con el enorme
poder de regresar en el tiempo: puede que el imbécil haga todo bien
sólo la enésima vez.
Se podría pensar en la
no-consecuencia o en que promueve la estupidez del fallo constante,
pero no es así: cualquier buen gamer
sabe que ese delicado objeto consiste en el último recurso del
cobarde: no lo toca a menos que los gráficos indiquen que el
programa se ha trabado: muchas veces resulta más honorable (más
disfrutable, incluso) enfrentarse al trágico desenlace de la muerte
del personaje que recurrir cobardemente al Reset/Retry:
resulta incluso más fructífero ver cómo terminan las acciones tras
los recurrentes errores antes de re-intentar el puzzle/combate/nivel.
Resulta posible pensar mejor cuando se manejan todas las variables (o
al menos, a esa teoría nos ceñimos muchas veces).
Por lo que, resetear es justo eso:
la esperanza de hacer las cosas mejor la próxima vez, reiniciar el
calabozo/combate y enfrentar al enigma/enemigo una vez más con la
idea de vencerle definitivamente. Reset equivale a renovación, no a
un simple reinicio de máquina que no aprende: el videojugador posee
inteligencia (presumiblemente) y sabe qué pasos lo han llevado al
fallo estrepitoso. El reset
consiste en un oriboros tecnológico, una enseñanza desde el
micromundo de gráficos digitales o en pixeles de que en la
posmodernidad no todo está perdido, se vale regresar al
nivel/calabozo e intentarlo de nuevo.
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