Las señales del fin del mundo siempre se
presentan de manera clara y latente, resulta fácil identificarlas en la menor
desviación de las costumbres y rutinas; en cambio, las señales de esperanza
casi nunca se aprecian, pasan inadvertidas como regularidades o, peor, como lo
que en realidad debiera ser. Nunca he sido una persona francamente optimista (o
tal vez, sí, pero de clóset, me avergüenza enunciar el advenimiento de buenas
nuevas como si creyera en algún mesías o en la salvación definitiva), más bien
me reconozco en el ala fatalista de las reuniones, soy el que declara la muerte
de la esperanza, incluso convertí un momento crucial en mi vida en un
performance de esa creencia absoluta (y me desdije hacia el final, por mera
misericordia).
Hace unos meses se me planteó
otra encrucijada para definir un poquito el rumbo de mi vida y, honestamente,
no supe muy bien qué hacer, porque esto de convertirse en adulto (de ser un
adulto) me parece excesivamente complicado. En retrospectiva, la cosa era
simple /las cosas siempre son simples en retrospectiva/, bastaba un sí y un no;
la revisión de los eventos resulta en esquemas dicotómicos, unos y ceros que se
agrupan de cierta manera, puertas que se abren y puertas que permanecen
cerradas. Todo el asunto se resumía en eso: elegir una puerta.
Muchas veces he tomado esas
decisiones basado en un factor: la cantidad de sufrimiento; según mi estado de
ánimo me acerco o me alejo de ello. Otro aspecto es la huida, escapar de algo
que me disgusta o de algo que me gusta. Creo que puedo contar con los dedos de
mis manos todos los momentos en los que en vez de huir, perseguí algo; pues,
resulta inexplicablemente cómodo seguir la corriente, únicamente ver el sendero
y seguir los pasos que ya se han trazado para mí. Abrir ruta es lo difícil y lo
evitaba como la peste.
En estos días me encuentro en
otro escenario y he optado por una solución igualmente cobarde, el estatismo.
Quedarse quieto es otra forma de escapar. Aguardar a que llegue un río que ni
siquiera se oye o una ventolera que tampoco se anticipa de manera alguna.
Permanecer inmóvil también es otro método de esta alienación de la agentividad
propia. Sin embargo, la quietud también se relaciona con la estabilidad, con el
hecho de estar relativamente bien; si lo contrasto con la montaña rusa en la
que a veces se transforma mi vida cuando me abandono a la vanidad de pasiones
propias y ajenas, bien puede caber esa acepción, mas lo dudo. En la reacción al
estímulo se atisba un deseo (de ser o de no-ser), pero hay movimiento; en la quietud
y su resignación obediente, hay una sensación de vacuidad absoluta. Este tipo
de existencia no es agotador ni fascinante, resulta trivial y monótono; me
gusta pero no me llena.
Regreso al teclado como una
resistencia ante este sopor que se ha instalado en mí.
/Al menos eso quiero creerme/
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