10/10/25

Disscessum reginae

In memoriam I.P.V. 


1.

Entré a tu habitación recordándote de hace ocho días, ya con la voz casi apagada y esa lágrima contenida al escuchar la voz de Julio Jaramillo. Te puse una playlist que encontré por casualidad pero cada canción nos asestó golpes críticos. Los dos lloramos así, a una sola lágrima acompasada por el bolero; yo recordando cualquier otro mal de amores y tú extrañando entrañablemente a mi abuelo.

Me lo confesaste sin decirlo realmente. Me pediste esas canciones y me dijiste que te acordabas de tu viejo. Y entonces mi dolor cambió. Entró por la puerta grande la memoria de tu esposo, del padre que le tomé prestado a mi madre. Y también contuve una lágrima por él mientras te sostenía la mano.

Después de nuestra justa dosis de nostalgia, nos recluimos al silencio y al tranquilo azar de la casa de mi tía, a la llegada (por fin) de una televisión y a la eterna lucha del ser humano contra las antenas de recepción de señal, para que pudieras distraerte un poco de la vida (que se escapaba) con un show dedicado a esa otra madre a la cual eras tan devota.


2.

Mi madre me llamó en la noche. Ese día me había dormido una buena parte de la tarde, porque sentí un cansancio que me era ajeno pero que me apremiaba a adelantar mi sueño.

Entré a verte. Parecía que en una semana te había recorrido un siglo el cuerpo entero. La vejez aparente, que habías repelido con tanta gracia, se aprovechó de que tenias la guardia baja y se asentó en tus pómulos, en tu boca abierta con la que tratabas de jalar todo el aire que te fuera posible, en tus manos que sentí frágiles por primera vez en mi vida.

Estabas ahí pero casi ya no estabas. Aún pedías agua por ratitos pero tus ojos miraban más allá del techo descarapelado. Aún quitabas la mano cuando te hartabas de la sensación o la sacabas de la cobija cuando te acalorabas, pero era más instinto por buscar una posición menos incómoda que una decisión de estar a gusto.

Le dije a la doctora que de pronto sentí cómo tus manos se pusieron muy frías. Ella no quería alejarse de ti, pero tenía que hacerlo. Sólo pudo meter tu mano bajo la cobija (y aún así la volviste a sacar). Escuché cómo tu respiración agitada se volvía un acompasado batallar por retener oxígeno. Incluso sentí que te habías ido cuando sólo estaba yo contigo un par de veces.

Recuerdo que pedí a mi niña blanca que no me dejara estar solo cuando partieras; sin embargo, al ver tu dolor, le pedí que se apurara, que te recogiera ya para que ese sufrimiento cesara. Creo que te resististe lo más que pudiste, para darle tiempo a tu hijo de recorrer todos esos kilómetros o quizá no querías irte sin tener la certeza de que verías nuevamente a tu viejo.

No te fuiste sola, pero si te fuiste mientras te sostenía para tratar de limpiarte la boca una última vez. Te fuiste mientras tus hijas intentaban sostenerte y acicalarte, como si termináramos de ponerte guapa para el último viaje que ya emprendías.


3.

Mi tío no alcanzó a llegar a verte. Su viaje estaba programado para salir una hora después de la hora de tu muerte. Quizá por algo suceden así las casualidades. Quizá despedirse y verte fallecer hubiera sido demasiado doloroso para él.

Te fuiste y amaneció un solazo de verano precioso, a diferencia de los torrentes que cayeron los dos días anteriores; como si el cielo  también se quebrara con tus dolores y las penas que nunca nadie te conoció. Te fuiste y, ocho horas después, tembló, como si la tierra de antemano se abriera para acogerte y cobijarte.

Te fuiste a las cuatro horas con veintiséis minutos del dos de agosto, el día de Nuestra Señora de los Ángeles y todos los santos, la advocación de la Virgen que se le presentó a San Francisco de Asís. Tu marido se fue un cuatro de octubre, también cerca de las cuatro de la mañana hace siete años, el mero día de ese mismo santo. Tal vez Lupita y Paquito le dieron permiso a mi abuelo de venir a recogerte.

No podemos reprocharte nada. Entraste con el carnicero a que te arrancara un pedazo de tus entrañas con la cual pagar una prórroga para la renta de tus huesos en este mundo. Pero, como siempre, el casero egoísta e idiota no cumplió su parte del trato o la cumplió mal.

No podemos reprocharte nada. Diste todo lo que podías a tu familia, a tus padres, a tu esposo, a tus hijos, a tus nietos, a tus hermanos. A tu manera, medio tosca, sí, pero con todo el amor de tu ser.

Al menos ya nada te duele. Al menos ya no te cuesta jalar aire. Al menos todas tus hijas y tus nietos estuvimos sosteniéndote mientras terminabas de irte.


4.

Quizá no fue la mejor, pero fue una de los nuestros. Quizá no fue la esposa ideal de telenovelas y películas. Pero fue una gran madre, una gran esposa, una gran mujer, una gran señora.

Ella era de pocas palabras, algo bruscas y a veces altisonantes, pero siempre honradas y precisas. Tenía una mirada endurecida con los años que sabía poner en una balanza estricta el corazón de a quienes trataba; aunque su juicio fuera duro, su alma siempre se mostró amable para los que la necesitaron.

Tengo memorias fragmentadas de verla platicar con sus vecinas, de las consultas a la baraja y las limpias de hierbas con las que ayudaba a otras mujeres (y con las que se granjeaba lo faltante del gasto), de verla sentada en el sillón bajo la ventana con el pie en alto, sobre uno de los bancos del comedor, porque ya tenía problemas de circulación.

Ella me contó las primeras leyendas mexicanas que escuché y me enseñó los rezos indispensables y necesarios para cualquier niño católico; me llevaba al catecismo y se alegraba de ver cómo poco a poco cumplía el listado de sacramentos (quizá le rompí un poco la ilusión cuando me decanté al ateísmo, pero percibí un resquicio en su mirada que delataba que ya sabía el desenlace de ese camino).

Sin proponérselo, ella también me enseñó mis primeros hechizos y rituales. Ella me despertó la magia, el gusto por la adivinación y la rudimentaria elaboración de protecciones y antimaleficios. Miré muchas veces su forma de limpiar con un huevo y hacer las lecturas correspondientes. Siempre me dio curiosidad su baraja española, que guardaba bajo llave y que ya nunca volvió a utilizar. Como buena hechicera, guardaste el secreto de tus mejores trucos y te negaste a enseñarme el arte de entrometerse en el destino de los demás. Lamento decirte que otra vez te desobedecí: lo aprendí por mi cuenta.

A la distancia pienso en su silencio. En que, cuando llegaba de la escuela, sólo sonaba el radio y la olla exprés. Hablábamos poco y escuchábamos mucho. Sin decirme nada, me cedió poco a poco el control de la programación diaria de entretenimiento; me dejaba poner las caricaturas toda la tarde, me dejaba poner mis discos compactos y me dejaba bailar en la sala, mientras ella preparaba el hígado encebollado y me decía que era bistec.

Alguna vez me regañó por gritar en la casa mientras jugaba o por recargarme peligrosamente en la ventana de ese segundo piso o por asustarla porque no me encontraba pues yo estaba escondido debajo de la mesa. Pero me dejaba hurgar en los cajones del clóset y en los de la máquina de coser; creo que sólo se sorprendió la vez que, sin querer, encontré la pistola que mi abuelo había escondido entre los trajes.

No supimos mucho de su infancia, hasta que se decidió a viajar al extranjero. El trámite del pasaporte obligó a remover la tierra echada sobre una historia resguardada por ese silencio incólume. La vi derramar lágrimas involuntarias al recordar un atisbo de su infancia, al develar su secreto más celosamente guardado. Una historia que ella misma se empeñó en reescribir para dejar atrás dolores aciagos y poner sobre ello nuevas letras con su preciosísima letra cursiva.

Quizá no fue la mejor pero ella era muy fuerte. Tuvo seis hijos, cuidó a tres nietos, procuró devotamente a su marido y resistió la vorágine de la aceleración del tiempo.


5.

El sueño nos venció a casi todos pasadas las 4 de la mañana. Mi primo se ha mantenido en vela, incluso se paró frente a tu ataúd a verte fijamente. No percibí si lloraba pero su tristeza solitaria abarcó casi todo el lugar. 

Yo dormí cerca de dos horas. Desperté con el canto dolorido de mis tías que te dedicaban “Hermoso cariño”, la versión de tu adorado Chente.

No te mentiré. Esta vez estuve más entero que cuando se fue tu marido. Tal vez, después de todo, sí puedo aprender algunas cosas; quizá haya sido que el tarot me advirtió el golpe (aunque fui medio miope en la interpretación del presagio).

Tus hijos repiten una y otra vez que se han quedado solos. Sólo atino a decirles que están huérfanos, pero que aún se tienen los unos a los otros. En parte los comprendo. También sentí el mazazo al percatarme de cómo se habían recorrido los escalones del edificio de la estirpe: mi madre y mis tíos ya no son hijos y yo ya no soy nieto.


6.

Fuiste mi instructora y mi guardián. Me enseñaste a andar en el mercado y a no remilgar la comida. Me inculcaste el temor de dios como brújula moral y a vigilar mis cartas en el burro castigado. Me dejaste convertir tu departamento en mi universo de juegos, siempre que hiciera mi tarea y mantuviera las cosas en su lugar. Me dejaste usar cualquier cama cuando empecé a devorar libros y, ahora lo sé, fuiste mi vigía cuando salía al patio a jugar.

Extrañaré tu comida. El arroz rojo y el espagueti blanco, la mortadela y los rollos de jamón con piña, el ejote con huevo, las albóndigas y todo lo que preparabas con salsa y que mi frágil paladar nunca supo bien apreciar.

No tienes idea de lo agradecido que estoy de que haber podido ser tu nieto y de que hayas sido mi abuelita.


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