Cuando una persona se dedica a escribir, el ocultamiento del "yo" resulta (muchas veces) innecesario. Alguna vez leí que la autoficción es un recurso fácil, pero pienso que todos los escritores hacen (hacemos) autoficción en cierta medida, ¿de qué vamos a hablar si no es de nosotros mismos? Una vez me comentaron que escribimos por ese primigenio temor a abandonar la carne y saber que no se deja una huella atrás, ningún impacto en el mundo //Supongo que por eso los suicidas se avientan a las vías del metro, su mejor huella es causar al resto de los pasajeros un retraso de, al menos, media hora//.
A pesar de la crítica, la autoficción no es sencilla. El escritor termina por exponerse a sí mismo y a todos los que sean necesarios con tal de que el texto avance; a muchas personas les molesta aparecer en los textos (a veces, de forma recurrente; ni modo, para qué se involucran con un maniaco del pretérito si no querían), a otras tantas les molesta que se la pase viendo constatemente al pasado para elaborar sus textos (repetir aquí paréntesis anterior). El autoficcionalista sabe que a más de uno le tocará una piedra y que tal vez todos salvo el aludido sientan que tienen una diana pintada entre los ojos. En fin.
Desde que inició "El Conde" he intentado no mezclar al pibe que mueve las manos sobre el teclado con el personaje que se supone es el autor, pero llega un punto (una edad) en la que ya es inevitable, en la que los propios textos lo señalan a uno como el autor por mucho que uno diga que quien escribe el "el otro". (Quizá a eso le llaman crecer, yo le digo resignación).
O tal vez la cosa es que recientemente fue mi cumpleaños y envejecer no es tan cool como uno pensaba cuando niño
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