Dos vuelos retrasados. El primero, media hora; el segundo, más de una hora. Karma's a bitch, huh?
Dos vuelos con turbulencia. Bastante turbulencia. Escribo mientras la gravedad mueve mis brazos como una marioneta en caída libre. Ahora no tengo pantallas que me indiquen mi posición en el planeta. Viajo adelante del ala pero lo suficientemente cerca para escuchar el rugido de las turbinas. Ese ruido es lo único que me permite tener una reminiscencia de la velocidad a la que viajo.
Mi lugar favorito está entre las nubes, entre esos pechos madreperla donde habitan colibríes. Mi lugar favorito es el simulacro de la caída libre de mi cuerpo mientras la voz de Tom Yorke dice que quemen a la bruja.
La visión más vívida de Monterrey visto desde arriba es ¿una refinería? Dos torres que escupen fuego. Vistas a través de esta nube parecen la fábrica de orcos, de Saruman.
Mucha turbulencia. Demasiada. Protejo mi trago (una Cuba libre; es lo más libre que esa isla estará nunca, en un vaso con hielitos diluyendo el alcohol).
He perdido la noción de las distancias. Si hago una hora de la capital a Monterrey, es lo mismo que ir de casa al trabajo, es incluso menos. Es lo mismo que viajar la línea 3 del metro, completa.
Me juré nunca viajar al norte y aquí estoy, de vuelta al sur para volver a casa.
Apenas anuncian la zona de turbulencia, un poco tarde (como siempre). El planeta gira más rápido de lo que pueden responder, el mundo siempre nos ha dejado atrás. El universo entero nos recuerda ya como una fotografía a punto de borrarse en Marte, pero apenas nos damos cuenta.
Ahora entiendo Fight Club. Una salida de emergencia a putecientosmil pies de altura sirve para un pito. Si uno se quiere bajar de esta montaña rusa, sorry baby, te chingas. Pasa en los aviones, pasa en la vida real.
La turbulencia prolongada amerita otro trago, pero no; todo indica que no.
Así no puedo jugar Hyrule Warriors; estoy seguro de que vomitaría en un par de minutos. Es más fácil (más correcto) seguir escuchando el último disco de Radiohead con lo que queda de un ron barato (lo que quedaba de un ron barato).
Creo que ahora entiendo un poco más esa cancioncita. Alto total/tonto absoluto. La imposibilidad de detenerse (el autocorrector me juega chueco y pone "detenerla", así no se puede; eso es jugar sucio, a traición (y pone "tradición") hashtag noesdedios). Uno no puede bajarse de un avión en turbulencia solo porque se siente mal; uno debe apechugar, resignarse a llegar después de medianoche, mediodormir y largarse al trabajo (de buena gana falto, que me descuenten el día).
Pero no (tal vez).
[A la mañana siguiente]
Y cuando despertó, la oficina ya estaba ahí.
Ya he perdido la costumbre de escribir directo en el editor de texto; las últimas veces redacté todo en un Word, le busqué una fuente decente, un interlineado que consideré amigable a la vista y lo pegué con un descarado (Ctrl+C)+(Ctrl+V). Ahora, tras dos meses de sequía (en muchos sentidos) regreso al Infernáculo para verlo convertirse en mi pequeño Infierno, Inferullo (al carajo si la morfología latina es correcta, así me gusta cómo suena).
El propósito consistía en publicar una entrada por mes: he fallado. Esto de la vida adulta es capaz de corromper todo, hasta la rutina autoimpuesta para mantener el ejercicio de la pluma (o el teclado). Jamás había tenido tanta carga de trabajo, jamás había fallado tantas veces (equivocaciones idiotas, siempre por el protocolo técnico que me rehuso a seguir), jamás no hubo consecuencias graves (sigo en el mismo puesto, en el mismo escritorio, con la camiseta del equipo; el mundo no implosionó; nada valioso se perdió en mi silencio involuntario). He dejado de leer tanto, cortesía del adiós al transporte público (recuerdo que ese fue uno de los motivos por los que tomé una decisión gigantesca hace años). El contexto para desenvolverse en este muladar que llaman el ombligo del mundo no mejora (los humanistas no tienen cabida en un país tan inhumano). Esa frase que me caga de Fuentes cobra tanto sentido ("Aquí nos tocó nacer").
Me resisto. Me resisto por obligación y por decencia. Me resisto como la única plegaria que conozco: "No". Repito el monosílabo antes de dormir como un Padre Nuestro, lo repito en mi cabeza como un Ave María desde que entro al elevador y presiono el botón para llegar a mi escritorio. Lo murmuro cuando me levanto y entro a la ducha. Insisto en la negativa con todas sus formas y posibles variaciones: No en escala Kelvin. Ahora, intento devolver la mano de mierda que me aventó a la cara mi
librería. No es la primera vez y ya estoy acostumbrado a que me falte
una tierra o que el rayo necesario no salga nunca.
Alguna vez, la loquera me dijo que yo tenía complejo de Superman; años atrás intentaba salvar a la humanidad a cualquier precio. Un año después, cambié de símbolo: colgué la capa roja y el estúpido traje azul por otro más oscuro. Ya no quise ser el salvador de la tierra sino la mano ejecutora del karma. Quise ser la Noche y ese Comediante, parodia de la humadidad misma; quise ser ese adicto a los enigmas que revelaba verdades (demasiado obvias en retrospectiva) a los ingenuos: quise ser el hombre que declaraba la muerte de Dios y reventaba la linterna al final. Por desgracia, siempre me he quedado corto.
Alguna vez, quise ser Superman; ahora entiendo que, de haberlo logrado, esto sería Tierra Uno.