Ya he perdido la costumbre de escribir directo en el editor de texto; las últimas veces redacté todo en un Word, le busqué una fuente decente, un interlineado que consideré amigable a la vista y lo pegué con un descarado (Ctrl+C)+(Ctrl+V). Ahora, tras dos meses de sequía (en muchos sentidos) regreso al Infernáculo para verlo convertirse en mi pequeño Infierno, Inferullo (al carajo si la morfología latina es correcta, así me gusta cómo suena).
El propósito consistía en publicar una entrada por mes: he fallado. Esto de la vida adulta es capaz de corromper todo, hasta la rutina autoimpuesta para mantener el ejercicio de la pluma (o el teclado). Jamás había tenido tanta carga de trabajo, jamás había fallado tantas veces (equivocaciones idiotas, siempre por el protocolo técnico que me rehuso a seguir), jamás no hubo consecuencias graves (sigo en el mismo puesto, en el mismo escritorio, con la camiseta del equipo; el mundo no implosionó; nada valioso se perdió en mi silencio involuntario). He dejado de leer tanto, cortesía del adiós al transporte público (recuerdo que ese fue uno de los motivos por los que tomé una decisión gigantesca hace años). El contexto para desenvolverse en este muladar que llaman el ombligo del mundo no mejora (los humanistas no tienen cabida en un país tan inhumano). Esa frase que me caga de Fuentes cobra tanto sentido ("Aquí nos tocó nacer").
Me resisto. Me resisto por obligación y por decencia. Me resisto como la única plegaria que conozco: "No". Repito el monosílabo antes de dormir como un Padre Nuestro, lo repito en mi cabeza como un Ave María desde que entro al elevador y presiono el botón para llegar a mi escritorio. Lo murmuro cuando me levanto y entro a la ducha. Insisto en la negativa con todas sus formas y posibles variaciones: No en escala Kelvin. Ahora, intento devolver la mano de mierda que me aventó a la cara mi
librería. No es la primera vez y ya estoy acostumbrado a que me falte
una tierra o que el rayo necesario no salga nunca.
Alguna vez, la loquera me dijo que yo tenía complejo de Superman; años atrás intentaba salvar a la humanidad a cualquier precio. Un año después, cambié de símbolo: colgué la capa roja y el estúpido traje azul por otro más oscuro. Ya no quise ser el salvador de la tierra sino la mano ejecutora del karma. Quise ser la Noche y ese Comediante, parodia de la humadidad misma; quise ser ese adicto a los enigmas que revelaba verdades (demasiado obvias en retrospectiva) a los ingenuos: quise ser el hombre que declaraba la muerte de Dios y reventaba la linterna al final. Por desgracia, siempre me he quedado corto.
Alguna vez, quise ser Superman; ahora entiendo que, de haberlo logrado, esto sería Tierra Uno.
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