Publicado originalmente en Marabunta, el 8 de noviembre de 2018, disponible en http://www.revistamarabunta.com/2018/11/08/sin-perdon-pero-el-olvido/ [consulta: noviembre 2018]
El pasado es arcilla que el presente labra a su antojo. Interminablemente
–Jorge Luis Borges
I
No hay pretexto: es obligatorio recordar. Se debe recordar los
eventos importantes en la vida personal y colectiva, porque ello
conforma nuestra identidad (directa e indirectamente). Aunque uno no lo
quiera, el mundo también nos determina, pero no se vale siempre recurrir
a la frase fácil: “Soy víctima de mis circunstancias”.
II
La importancia de la memoria puede verse desde muchas perspectivas, Elizondo, en
Farabeuf
insiste tercamente en que debemos recordar el preciso momento y hacer
un inventario minucioso de los detalles que componen ese minúsculo
instante, en el que eros y tánatos se funden para culminar en la propia
muerte. Pues el ser humano es escencialmente un ser histórico, de allí
que
necesite de datos concretos, acontecimientos y (¿por qué
no?) predestinaciones para expresar quién es. Sin embargo, Pacheco, al
final de
Las batallas en el desierto, nos advierte que la
memoria nos traiciona (Carlos visita nuevamente el edificio donde vivía
Mariana y alguien le asegura que allí jamás ha vivido alguien con ese
nombre). A final de cuentas, la historia que nos contamos a nosotros
mismos sobre quiénes somos y de dónde venimos, también es una ficción,
un minirelato fundacional que nos justifica la persistencia en la
tierra, de otra forma sólo nos quedaría el suicidio como única
alternativa. Irónicamente, al tratar de anclar mejor todos los sucesos,
embelleciéndolos un poco para que el relato no carezca de atractivo,
estos se trastocan y se diluyen hasta ser completamente otros.
III
Hay una lista de Spotify llamada “Himnos de resistencia
latinoamericana”, que contiene varias canciones sobre la masacre del 2
de octubre en Tlatelolco, Amazon produjo una serie llamada
Un extraño enemigo
y aborda el mismo tema (no la he visto, pero el video promocional
promete hacer señalamientos claros sobre los responsables) y desde 1989
la película
Rojo amanecer hizo alusión a ese crimen de Estado.
La sublimación de la tragedia sirve como memoria sensitiva de los
acontecimientos, igual de útil que la memoria documentada, pero –desde
mi perspectiva– más útil, porque se recuerda desde la catarsis, lo cual
queda más marcado que el simple dato duro en la memoria.
Sin embargo, como advierte Baudrillard en
La ilusión del fin,
la viralización de los acontecimientos puede proyectarlos fuera de la
historia y anular su trascendencia; particularmente, en un mundo que
considera al arte como mero objeto ornamental, los sucesos, que
pretenden inmortalizarse así, terminan encontrando una entrada al olvido
masivo, quedan sepultados bajo una montaña de
likes, reacciones y otro montón de situaciones urgentes y
hashtags.
No quiero decir que las redes sociales sean el principal problema, al
contrario, me parece que han servido para solventar otras carencias de
comunicación y de organización social que antes se desatendían; sólo
menciono el riesgo que corre cualquier suceso histórico en la
actualidad: perecer antes de realizarse.
V
Hay una fascinación extraña por los ciclos. A posta o sin querer, los
eventos terminan repitiéndose en algún momento. Quizá no se repitan
exactamente, eso parece imposible, pero ocurren casi idénticos, más
similares que a sí mismos, y despiertan fantasmas que rondan todo, menos
su propia tumba. Recién había pasado el sismo del 19 de septiembre de
2018 y el recuerdo de 1985 inundó las redes sociales con fotografías que
parecen calcas. Lo mismo ocurrió el 3 de septiembre, cuando porros
atacaron a estudiantes del CCH enfrente de la rectoría de la UNAM y se
repitió la imagen de un delincuente blandiendo un palo en actitud
amenazante; como si el espectro del 68 pisara CU nuevamente.
Fácilmente se puede recurrir a ese lugar común (que jamás ha perdido
el grado de sentencia): “Un pueblo que desconoce su historia, está
condenado a repetirla”. Sí y no. No se trata sólo de conocer la historia
(porque uno puede saberse de memoria las fechas y los nombres sin
entender un carajo), sino que a veces el mundo está configurado
precisamente para que no haya otra salida.
Durante las marchas y las protestas por el ataque de los porros a
estudiantes en Rectoría, se publicaron varías infografías y minicápsulas
que trataban de explicar qué es un “porro” y el ciclo de marginación en
el que debe de encontrarse para convertirse en
eso. Amén de la
deshumanización que se hace con cada delincuente y de las posturas
altamente clasistas reflejadas en esos (quiero pensar) bien
intencionados textos, me interesa más ese otro ciclo de cúpula intocable
que tiene Ciudad Universitaria.
Desde que uno atraviesa cualquiera de las puertas que separan a CU
del resto de la CDMX, el aire es distinto, la mayoría de los conductores
ceden el paso a los peatones e incluso manejan con más precaución, Las
Islas son un lugar de recreación y parece que todo el tiempo se discute
algo trascendental en las aulas, en las conversaciones casuales que uno
llega a escuchar de pasada. La verdad, nos gusta nutrir ese aire de
superioridad intelectual que forma parte del mito de
ser universitario.
Pero se nos olvida algo: CU también es México. Recuerdo bien el video
en el que levantan a Sandino Bucio (eso no fue un arresto, como debio
hacerse, sino un “levantón”), el feminicidio de Lesvy cerca del
Instituto de Ingeniería, los constantes asaltos debajo del puente que
conecta a Las Islas con el Estadio Olímpico e incluso el robo de
vehículos de los estacionamientos y la ceguera y huevonería de los
vigilantes que sólo están allí para estorbar o para babosear a las
compañeras.
Lo que más me recordó esa fotografía, tan similar a la del 68, del
porro con el palo entre las manos, fue que hace cincuenta años, a la
máxima casa de estudios, militares mexicanos entraron con tanques.
VII
Alguna vez, la persona más pesimista que conozco me soltó que hablar
conmigo o leerme le deprimía. En otra ocasión, un profesor me dijo que
soy el tipo de persona que ve un librero y, en vez de alegrarse por
todos los libros que tiene, únicamente ve las colecciones incompletas y
los espacios vacíos. En mi trabajo, a veces me siento como Casandra. No
importa. Sin pesimistas, todos flotarían en el vacío.