Vi a un señor que cargaba un perro aparentemente enfermo. El animal temblaba como la Mañaña, esa gata con manchitas nebulosas, cuando no despertaba completamente de la anestesia el día que la llevamos al veterinario porque tal vez la habían envenenado, como al Pachón una semana atrás.
Ese
mes, el dinero se nos fue en operaciones y taxis. El primer síntoma que notaste
fue que ese gato vainilla ya no comía regularmente y se quedaba quieto en un
solo rincón, como cansado, rendido. Cuando lo llevamos al médico, éste nos dijo
que algo tenía; tal vez una enfermedad, tal vez algo más. Mandó medicina y
alimentarlo con un poco de miel para elevarle la temperatura. Nos dijo que si
seguía igual al día siguiente, lo lleváramos de vuelta.
Tuvimos
que ir nuevamente con el doctor para que diagnosticara al pobre felino. Tras
revisarlo otra vez, dictaminó que lo habían envenenado y que ya era demasiado
tarde; que su sistema lentamente dejaría de funcionar.
Nos
sentamos frente a la mesa de auscultación mientras el veterinario preparaba la
jeringa. No recuerdo si tomé tu mano o si te abracé siquiera, tan sólo veo la
aguja entrar en el bote y llenarse de líquido mortal; veo a Pachón tendido
sobre la mesa metálica, sin maullar, sin oponer resistencia, como si no
anticipara lo que realmente vendría, como si esa aguja sólo le trajera alivió
tras un punzante y breve dolor.
Y
así fue.
Cerró
sus ojos lentamente y se quedó dormido. Su vientre que se inflaba y desinflaba
al compás de su respiración permaneció estático. Así de rápido y sencillo.
Tenías semblante serio y dijiste (una vez en voz alta y muchas otras veces en
tu cabeza para tratar de convencerte) que había sido lo mejor, que no sufriera.
No
sé cómo regresamos a tu casa. La siguiente escena que tengo es de nosotros dos
en tu pedazo de jardín; yo, arrodillado, cavaba una fosa para meter su
elástico, elegante y tierno cadáver. El sol me lastimaba los ojos. La tierra se
metía en mi nariz y me impedía respirar. Dos días atrás, eran los pelos de ese
gato los que me causaban alergia y alegría; ese día la tierra me impedía
llorar; me obligó a sacar fuerzas que no tenía y un talante que no quedaba para
poder resquebrajarla y hacer un hueco.
Alimentamos
al polvo siete vidas y le echamos cal.
La
semana siguiente, la Mañaña empezó igual. No exagero si digo que con ella fue
peor. Pachón se resignó, la Mañaña luchó con arañazos y mordidas para tratar de
arrebatarse a sí misma de la muerte. No lo consiguió.
Cuando
notaste que le pasaba lo mismo que al otro gato, cumplimos el mismo ritual e,
incluso, pensamos que habría esperanza porque ya habíamos aprendido y porque lo
detectaste a tiempo. La abrieron en canal para apretar sus intestinos y que así
lograra expulsar la materia fecal atorada; de ese modo, tal vez se salvaría.
Cuando abrió
los ojos, aún no había despertado del sedante: estaba sonámbula. Recuerdo sus
pupilas enteramente dilatadas, como si en nosotros dos o en cada rincón viera
una amenaza latente, un pedazo de lo que se avecinaba. Se arrastró por el
suelo, porque las patas no le respondían, para escapar de nosotros. Temblaba
horriblemente para elevar su temperatura. Nos arañó, nos mordió, nos obligó a
dejarla sola. Sé que estabas triste y yo, desesperado porque, de nuevo, no
podía hacer sino empezar a cavar otra tumba. No podía resistirlo. No podía
ayudarte sino a enterrarla decentemente. Por fortuna (y por desgracia)
correspondió a tu hermano hacer los honores.
Apenas
ahora, varios años después, puedo llorar la muerte de esos dos mientras
viajamos en el subte y me abrazas discretamente. Una pena compartida que nos
debíamos porque en aquel instante no pudimos desahogarnos. La teoría del caos
indica que un evento jamás pasa dos veces, porque sería exactamente el mismo y
el tiempo (al menos en esta dimensión) no se bifurca sobre sí para repetirse:
no hay la opción de replay a las
jugadas; en este sentido, cualquier evento se ancla a la historia porque es
único o se pierde en la incesante repetición de otros similares.
Ahora lo entiendo. No
nos lamentamos en el sepelio de Pachón porque jamás repetiríamos ese abrazo ni
esa pena. No estábamos en condiciones decentes de acicalarnos la tristeza;
tenían que pasar varios años para aceptar esa pérdida porque, aunque entendemos
la muerte (de distinta manera, pero la entendemos), no la habríamos padecido
sino como dos niños que se negaban a decir adiós a su gato.
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