10/3/15

Crónica de un fracaso anunciado

En menos de la mitad del sexenio, las reformas que implican el uso de recursos naturales y de trabajo humano, han pasado por el H. Congreso de la unión sin mayor oposición que un grito inútilmente desesperado desde un moreno y marchito sol amarillo. Las reformas laboral y energética desataron revuelo y protestas por doquier; el chispazo más alto del fuego  desatado ahí vino con la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, protesta que, como la del EZNL, sigue en pie pero ya no cala al cuerpo administrativo del Estado.
Recientemente se anunció la reforma respecto al agua. Otra propuesta más disfrazada de un cambio necesario que impulsará una mejor vida para todos, pero que da más concesiones al sector privado para hacer uso del recurso natural.
Quizá en otro contexto, este tipo de cambios resultaran efectios pues son consistentes con el afán modernizador que impulsó la revolución industrial y que permitió el crecimiento de Estados Unidos y de Europa. Sin embargo, el mundo del siglo XXI no es el mismo de aquel entonces. El planeta ha sufrido una devastación en aras del progreso tecnológico (cultural) bajo la consigna de reparar los daños en cuanto el proyecto de la modernidad terminase. Evidentemente, el programa industrial del avance es interminable, pero el planeta aún podía soportarlo (en ese momento). Actualmente, los ecosistemas parecen estar al límite de sus condiciones habitables (de ahí el auge por los proyectos amigables con el ambiente; mantener limpias las calles y los parques, huertos caseros, programas de reforestación, combustibles alternativos, etcétera) y México no está excluido del deterioro ambiental global.
México se une demasiado tarde a la carrera modernizadora cuya mecánica consiste en sacrificar los recursos naturales para obtener una mejor calidad de vida en las ciudades. Sin embargo, desde las primeras reformas quedó claro que lo puesto en venta, al servicio de una promesa de réditos amplios, no ha funcionado: la calidad de vida simplemente no mejora, ni lo hará. Como un mal inversionista, pone sus esperanzas en una empresa que ha funcionado durante años pero ya está en su peor momento, en su declive.
Nunca hubo una preocupación real por utilizar eficientemente dichos recursos ni por cuidarlos por lo que pone en rebaja sus últimos años de vida útil.

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