El error está en pensar. No hay que
pensar demasiado. Simplemente se debe ver hacia el frente, simular que hay
suelo y dar un paso.
Si uno se pone a
pensar en la caída, pasan muchas cosas; por ejemplo, se piensa en la gravedad,
en el aire golpeando el cuerpo, el golpe seco a la hora de caer, y todo esto es
irrelevante. Lo que en realidad importa es el acto en sí mismo, la caída, el
abandono total a la consecuencia.
Se sabe que se caerá,
que es estúpido arrojarse, que tal vez no valga la pena; sin embargo, también
se sabe que no hay muerte en la caída: el cuerpo será recibido por un gran
volumen de agua; no hay más peligro que el de abrir las piernas y recibir un
golpe seco en los genitales (quizá abrir la boca al caer y tragar agua,
dificultando así emerger a la superficie), pero la mente divaga en la
posibilidad de ahogarse (toda posibilidad existe, la probabilidad de que
acontezca es otro asunto). Se ignora el hecho de que, el agua, arroja al cuerpo
a la superficie segundos después de entrar en ella).
Lo único que importa
es caer y tocar fondo. Muchos de los que saltan buscan eso mismo, el fondo,
llegar a Él. Impregnan en su descenso una fuerza terrible, de manera que al
menos sus pies puedan acariciar el azulejo de la alberca. Tratan de separar el
agua con la inercia, por un instante se convierten en cuchillas increíblemente
sólidas lanzadas al abismo.
Observas cómo varias
personas suben, miran hacia abajo, toman impulso y saltan. Sobre todo los
pequeños, no temen caer, les agrada la idea y saltan; se mofan de los cinco
idiotas que han pasado diez minutos mirando y pretenden saltar pero siguen sin
atreverse.
¿Por qué es tan
temible la idea? No es gran cosa en realidad, sólo es caer. Y se cae todo el
tiempo, a veces sin esperarlo: se tropieza con una grieta, no se levantan
suficientemente los pies al ascender en la escalera, se pisan las agujetas de
los zapatos; incluso a veces se olvida amortiguar la caída con las manos y el
golpe en la cara es inminente (¡plaf!).
Aquí se debe caer en
vertical, horizontalmente sería bastante doloroso. No es tan difícil mantener
esa posición, incluso uno puede lanzarse de cabeza o saltar y pegar las
rodillas al pecho para hacer la caída más interesante.
Sigues de pie arriba,
sin ver otra cosa que el azul turquesa del agua. Ahora ya ignoras a los que
suben y brincan sin prejuicios. Los temores están allí. La gravedad, el dolor,
la posibilidad de desviarse unos centímetros al frente y chocar (dolorosa y)
horizontalmente.
Las escaleras están
allí. No hay más que bajarlas para olvidar todo eso –ya es casi media hora de
indecisión– pero el rechazo se siente. Los escalones gritan que no permitirán
bajar a nadie, se convertirán en un tobogán que dará varias vueltas y le
regresarán a la cima, a que salte. No hay más qué hacer. Sólo pegarse al
barandal para tomar algo de impulso. Dar un paso largo. Otro más.
Mal momento para
dudar.
Los pies no se
detienen.
El cuerpo y la mente
se separan por un segundo para poder caer.
Saltas
Por un momento el
cuerpo se eleva y vuela como un halcón que asciende con fiereza, pero es apenas
un instante que ni siquiera se disfruta.
Comienza la caída.
El viento azota tu
cuerpo resignado y erguido.
La mancha azul crece.
Sueltas un grito
antes del impacto y cierras los ojos al atravesar la superficie.
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