Para Sophia, a quien en realidad se le
ocurrió el cuento sin quererlo
Es la quinta llamada que entra directo al buzón. No te queda más remedio que echarte
a llorar como el pendejo inútil que eres.
Ya es tarde para salir a comprar cervezas. Por
recomendación médica te retiraron todos los objetos capaces de
traspasar tu epidermis. Te metes dos aspirinas (las únicas que te quedan), tres ketorolacos (los únicos que te quedan), paracetamol, ibuprofeno y
cuanta madre analgésica topas en las
mochilas, el suelo, los zapatos y los cajones. Empujas el coctel con algo de un
vodka barato y viejo, escondido hace meses en el clóset.
Sabes que es imposible que eso te mate, a lo
mucho te causará una gran acidez
estomacal y diarrea.
No importa.
Otro trago a la botella, de esos largos y
profundos.
Vuelves a llamar. Buzón. Dejas el primer mensaje (el primero de
muchos, estás dispuesto a
acabarte el crédito esa misma noche,
de par en par de minutos –los únicos que permite grabar por llamada el maldito
sistema– tan sólo para ver si predicas en el desierto o si
ocurre un milagro //risas//).
“¿Por qué siento que esta noche te he perdido? ¿Por qué siento que te perdí desde hace tiempo y apenas me doy cuenta?” //Go
home, wey, you’re drunk//
La botella no te aguanta el ritmo.
Otra llamada, encajada en ese pinche buzón de mierda, te revela tu naturaleza de piedra
en el fango. Y te hundes más y más y más. Tocas fondo (en
todos los sentidos).
Y ya sabemos lo que viene, ¿no? La obligada pasarela de los fantasmas, la
pacotilla de miseria que te inventaste como historia de vida para hacer tu
pasado un pretexto interesante por el cual llorar noche tras noche hasta
convertirte en un ovillo que se convulsiona entre las sábanas.
Bien visto, todo deviene en fracaso absoluto.
Hasta el triunfo más certero tiene un
dejo de insuficiencia.
Uno por uno esos fantasmas como clavos sobre el
ataúd.
Llamas de nuevo. “¿Por qué siento que esta noche te he perdido?”. Grabas
la misma frase repetida durante dos minutos. Una pregunta que jamás tendrá respuesta (porque ya
la sabes, desde que la formulaste la sabías).
Pensaste que podrías arreglar todo, lo
que viniera; te sentiste invencible. Imbécil. Como siempre.
Y mírate. De nuevo
llorando en el teléfono. Te das pena,
pero no importa, ya nada importa. Sujetas tus brazos y te encajas las uñas; rasgas la piel furiosamente, una y otra vez,
hasta que notas la sangre en tus dedos y se te rompe alguna uña (algo bastante complicado, por demás).
Le diste todo. O eso pensaste. Y jamás sería suficiente; ya sabías que perderías la apuesta, que no
tenías ninguna
posibilidad y aún así te la jugaste porque se vale soñar, porque chicle y pega, porque tal vez el
anillo del eterno retorno te mandara a un ciclo más afable que los
anteriores. Idiota.
Bajas a la cocina a empacarte más cajas de esas pastillitas que no hacen ni
cosquillas. Suena “If you leave now”. Sabes que la cosa va más que jodida cuando Chicago te pone a dos pasos
del precipicio.
Ni un puto cuchillo, puras cucharas y tenedores,
carajo.
De nuevo, colgado al celular que te ensarta en
el desgraciado buzón. Repites la letanía “¿Por qué siento que esta noche te he perdido?”.
Será acaso porque armaste
una soga con hilo cáñamo, la amarraste al
cortinero del baño y te abandonaste a
tu propio peso con la gravedad (aunque siempre puede ocurrir que lleguen las
ganas de arrepentirte a medio camino, como siempre te pasa).
“¿Por qué siento que esta noche te he perdido?” Piensas
por última vez mientras
miras la pantalla de tu celular, que suena y vibra, con el nombre del contacto
que has estado llamando desde hace dos horas.
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