Foto tomada de Los deseos siempre se cumplen |
I
«El
recuerdo de su piel después del dulce deleite; la textura tersa,
lisa, pálida, de aquellos poros en conjunto que exhalan la calidez
de (no sé si) complacencia... Ya es de noche. Caen las horas sobre
los párpados con la pretención de cerrarlos, pero la mayoría de
mis miembros se resisten al letargo. Mis manos se desprenden (buscan
su cuerpo), mis pies me abandonan (buscan su cuerpo), mi sexo se
eleva y el torso se despliega (buscan su cuerpo). El alma no
encuentra sosiego, hastío ni saciedad.
El recuerdo de su piel
trémula bajo mi mano. La extática visión de verle echada, sobre el
lecho, sonriente y aún tibia; con un destello sutil dentro de los
ojos. Los míos, adormilados, rompen las cortinas. El cerebro
desgarra las paredes. El recuerdo (Su recuerdo) me fulmina.»
II
«No
recuerdo su nombre, pero puedo decir cómo era. Caucásica, casi toda
su piel cubierta de lunares, la mayoría poco palmarios. Medía
aproximadamente un metro sesenta de estatura. Su cara, redonda con un
mentón sutilmente afilado. Ojos grandes y rasgados, color café
oscuro. Su boca era pequeña con labios visiblemente tersos y
rosados. Había un lunar en su mejilla derecha. Su nariz pequeña de
aletas circulares colocada milímetros más abajo del centro de su
faz. Su cuello delgado y liso poseía otro lunar, justo donde
comienza la espalda. Sus orejas redondas se encontraban colocadas
alineadamente con sus ojos, cubiertas casi por completo por su
cabello largo, hasta la altura de los hombros, color castaño claro.
Detrás de su lóbulo derecho había otro lunar más. Sus hombros
delgados evidentemente firmes la hacían sostenerse con cierta
gallardía. Su espalda menuda, firme y delicada, mostraba dos
curvaturas breves justo a la altura de su cintura. Su cadera, bien
marcada, no era muy voluminosa y mostraba unas piernas redondas. Sus
muslos cilíndricos, uniformes, poco más anchos que sus rodullas
huesudas; sus pantorrillas sobresalían ligeramente, con lo que se
distinguían de sus espinillas; sus tobillos delgados daban una
visión estética de sus pies pequeños.
Vestía ropa casual.
Zapatillas deportivas de tela negra, algo deslavada por el uso
cotidiano. Pantalones de mezclilla color azul oscuro, ceñidos a sus
extremidades inferiores desde el penúltimo disco de la columna
vertebral hasta pocos centímetros debajo de las rodillas; el resto
de la tela colgaba holgada hasta el suelo. Usaba una blusa negra de
mangas cortas, que cubrían solamente el hombro: era varias tallas
más grande que la que le correspondía. Los brazos delgados, no
huesudos, cubiertos de piel gruesa de la que nacían vellos finos,
casi invisibles. Sus manos grandes, de palmas laceradas, marcadas con
callosidades mínimas, y dedos alargados y enjutos.
Se encontraba de pie,
mirando hacia el frente, con los ojos fijos. Mientras su pie estaba
levantado a poca distancia del suelo. Daba un paso hacia delante
mientras sonreía».
Foto tomada de Transitando |
III
Las
ensoñaciones son crueles. Te embelezas en la noche anterior,
rememoras aquella juerga, la mina, todo lo que se pueda. Mientras la
resaca lo permita, seguirás evocando esos recuerdos. Tratarás de
pronunciar la palabra con que llamaste a aquella mujer, pero el
nombre se esfuma junto con las sensaciones, la misericordia y el
ahora insoportable olor a sexo.
Ayer lo disfrutabas.
Paseabas tus dedos como dos gatos simpáticos sobre el tejado de su
piel. Rozabas tenuemente sus poros. En las llemas podías sentir
surgir un enigmático vaho, como si toda ella se evaporara con sólo
tocarla. «Mujer etérea de alucinantes fulgores (no, ese no era
su nombre, inténtalo de nuevo)». Así la llamaste después de
haber bebido de su sexo. Bajaste por su abdomen besándola hasta
llegar a su vientre, entonces sin preámbulo alguno llevaste tu boca
a su vulva. Tus labios se unieron a los de ella. La besabas con
suavidad. Sentías tu boca húmeda, las ansías te acribillaban por
acariciarle con el gusto. Comenzaste a lamer, al principio con
movimientos largos y prolongados, los labios, los muslos; después la
lengua ligera, liviana, enloquecida, se arremolinaba, se endurecía,
subía, bajaba, entraba, salía.
No pudiste soportar la
curiosidad. Alzaste la mirada. Te encontraste con un rostro sonriente
de un brillo casi extático, que te clavaba los ojos en la frente con
la insinuación de continuar. Entonces te elevaste monolito obtuso
erecto.
Encarcelaste con una de
tus manos su cuello, deslizaste la palma hacia su boca, recorriste su
nariz, sus ojos y la sumergiste entre su pelo. Ella abrió un poco
más las piernas. Con una mano colocó tu falo en la posición
adecuada. La penetraste en un sólo movimiento. Ella cerró los ojos,
contorcionó su espalda, sus cejas te confundieron, ¿aquello era
dolor o placer? Toda su piel te envolvió. No tenías salida.
Los sudores se
confundieron con la saliva y los fluidos. Su aroma se incrustó en
las sábanas, en tu nariz, en tu cerebro. No la escuchaste gemir ni
una sola vez; sólo apretaba la boca mientras pretendía conseguir
permanecer con los ojos abiertos, indagar qué fantasmas abrasaban tu
alma, qué memorias infestaban tu cuerpo. No lo soportabas. Menuda
incoherencia. En el bar habías pagado los tragos, mentiste con un
par de anécdotas, jugaste el papel de indefenso abandonado, habías
logrado llevarla a tu casa, meterla en tu cama.
Te apoderabas de su
cuerpo, pero algo no encajaba. «Sus ojos no eran familiares, el
pavor me inundó hasta desbordarme, provocó que desfalleciese sobre
ella». Sus brazos no se inmutaron. No te besó la frente ni acarició
tu espalda. Estaba muy ocupada mirando cómo temblabas y besabas su
pecho. La llamaste por su nombre, la casualidad te hizo dar con la
combinación correcta de letras y acentos. Pero no era la misma.
No era Ella a quien llamabas. Pobre, te encontrabas en un espacio
distinto. La física te hacía jugarretas ingratas.
IV
Foto de José Antonio Duce |
Abres el grifo. Agua
caliente. Quema (Idiota). Ducha rápida. Los ojos a la
contestadora. «El cero sigue riendo».
Cogiste la bocina del
teléfono. Marcaste el número, no el de la mina de anoche.
...
A veces quiero
matarte. Es en serio. A veces quiero masacrarte con reproches,
burlarme de tu fingida madurez –de tu no fingida madurez– , de tu
irremediable inocencia. De vez en vez, me sobrás un poco en la vida.
A veces, llegas a ser
mi peor pesadilla. No logro entenderlo. Me haces tan feliz y de nada
me pones enfermo. Mi niña (minina), ¿qué gato colérico buscas en
mis andrajos?
«Soy gato sin listón ni
cascabel, sin embargo iba al tejado, a acercarme a tu luna, a
maullar(te) dulcemente, pero tu astro se volvía lunallena y devoraba
el firmamento. Cierras los ojos y(,) gatos(,) nos volvemos. Este (tu)
cielo, no quiere (mis) despojos. La esperanza plausible bajo las
hojas se aplasta».
A veces (pero MUY
a veces) quiero devolverte Todo
lo que me has dado; porque pasan tantas cosas que pillas poco de lo
que acontece. «Aquella noche, por ejemplo, me hacías algo de
falta... Te echo de menos. Sé que estás ocupada...
Sé que eres delicada, tu
piel y tu humor requieren afecto, sé que eres delicada y yo soy un
cretino perfecto».
A veces quiero
matarte. Es en serio. «Pero me relamo los bigotes y pienso...
Siempre culmino con un asesinato que no es ni el de tu alma ni el de
tu cuerpo: esta noche tengo ganas de matarme. Salir a la lluvia y
dejar que las gotas me atraviesen azarosa y ardorosamente la piel.
Quiero lanzarme de espaldas a un arrollo no muy profundo; mirarme en
el espejo las ojeras, las canas para desear maquillarlas.
Hay cierto apetito de
engullir tres kilogramos de sopa instantánea, sentarse frente al
televisor y ver toda la programación de Salinas y Azcárraga. Parece
necesario ver los titulares de los periódicos en boga y
(relativamente) económicos, observar a los decapitados, las
fotografías catastróficas; entonces afirmar "esas sí son
noticias".
Tiene el sabor de
indispensable el beber dos litros de laxante y no defecar en semanas,
o pujar con sutileza para conseguirse una hernia.
Esta noche tengo ganas de
matarme, de sentarme en el sofa a observar los deportes a través de
la pantalla, mientras rocío los libros y papeles con combustible;
entonces darían ganas –una especie de picazón en las manos– de
coger los fósforos, pasar uno por la lija, encenderlo y, cuando la
llama apenas va naciendo, dejarla caer sobre los edificios de papel y
pastas (blandas o) duras».
...
Llamaste para acordar
una cita mientras tu mente divagaba en la homónima. Descuidado.
Dejaste la bocina en su
lugar antes de salir por la comida, bebida y condones.
VI
Ella
regresó. Dentro de algunos instantes cenarán; charlaran de sus
pasados, de aquellas vidas lejanas. Luego, apagarán las luces,
reptarán hacia la alcoba. Se echarán en la cama para hacerla
trizas. Terminarás temblando sobre ella una vez más. Esperando ver
una piel morena, el color plata te cegará antes de recordar que en
la mañana habías olvidado su nombre.
¡Excelentes descripciones!
ResponderBorrarUn fuerte abrazo, broh.
¡Gracias, che! Un abrazo.
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