14/2/13

Aquella

Foto tomada de Los deseos siempre se cumplen
I
«El recuerdo de su piel después del dulce deleite; la textura tersa, lisa, pálida, de aquellos poros en conjunto que exhalan la calidez de (no sé si) complacencia... Ya es de noche. Caen las horas sobre los párpados con la pretención de cerrarlos, pero la mayoría de mis miembros se resisten al letargo. Mis manos se desprenden (buscan su cuerpo), mis pies me abandonan (buscan su cuerpo), mi sexo se eleva y el torso se despliega (buscan su cuerpo). El alma no encuentra sosiego, hastío ni saciedad.
El recuerdo de su piel trémula bajo mi mano. La extática visión de verle echada, sobre el lecho, sonriente y aún tibia; con un destello sutil dentro de los ojos. Los míos, adormilados, rompen las cortinas. El cerebro desgarra las paredes. El recuerdo (Su recuerdo) me fulmina.»

II
«No recuerdo su nombre, pero puedo decir cómo era. Caucásica, casi toda su piel cubierta de lunares, la mayoría poco palmarios. Medía aproximadamente un metro sesenta de estatura. Su cara, redonda con un mentón sutilmente afilado. Ojos grandes y rasgados, color café oscuro. Su boca era pequeña con labios visiblemente tersos y rosados. Había un lunar en su mejilla derecha. Su nariz pequeña de aletas circulares colocada milímetros más abajo del centro de su faz. Su cuello delgado y liso poseía otro lunar, justo donde comienza la espalda. Sus orejas redondas se encontraban colocadas alineadamente con sus ojos, cubiertas casi por completo por su cabello largo, hasta la altura de los hombros, color castaño claro. Detrás de su lóbulo derecho había otro lunar más. Sus hombros delgados evidentemente firmes la hacían sostenerse con cierta gallardía. Su espalda menuda, firme y delicada, mostraba dos curvaturas breves justo a la altura de su cintura. Su cadera, bien marcada, no era muy voluminosa y mostraba unas piernas redondas. Sus muslos cilíndricos, uniformes, poco más anchos que sus rodullas huesudas; sus pantorrillas sobresalían ligeramente, con lo que se distinguían de sus espinillas; sus tobillos delgados daban una visión estética de sus pies pequeños.
Vestía ropa casual. Zapatillas deportivas de tela negra, algo deslavada por el uso cotidiano. Pantalones de mezclilla color azul oscuro, ceñidos a sus extremidades inferiores desde el penúltimo disco de la columna vertebral hasta pocos centímetros debajo de las rodillas; el resto de la tela colgaba holgada hasta el suelo. Usaba una blusa negra de mangas cortas, que cubrían solamente el hombro: era varias tallas más grande que la que le correspondía. Los brazos delgados, no huesudos, cubiertos de piel gruesa de la que nacían vellos finos, casi invisibles. Sus manos grandes, de palmas laceradas, marcadas con callosidades mínimas, y dedos alargados y enjutos.
Se encontraba de pie, mirando hacia el frente, con los ojos fijos. Mientras su pie estaba levantado a poca distancia del suelo. Daba un paso hacia delante mientras sonreía».

Foto tomada de Transitando

III
Las ensoñaciones son crueles. Te embelezas en la noche anterior, rememoras aquella juerga, la mina, todo lo que se pueda. Mientras la resaca lo permita, seguirás evocando esos recuerdos. Tratarás de pronunciar la palabra con que llamaste a aquella mujer, pero el nombre se esfuma junto con las sensaciones, la misericordia y el ahora insoportable olor a sexo.
Ayer lo disfrutabas. Paseabas tus dedos como dos gatos simpáticos sobre el tejado de su piel. Rozabas tenuemente sus poros. En las llemas podías sentir surgir un enigmático vaho, como si toda ella se evaporara con sólo tocarla. «Mujer etérea de alucinantes fulgores (no, ese no era su nombre, inténtalo de nuevo)». Así la llamaste después de haber bebido de su sexo. Bajaste por su abdomen besándola hasta llegar a su vientre, entonces sin preámbulo alguno llevaste tu boca a su vulva. Tus labios se unieron a los de ella. La besabas con suavidad. Sentías tu boca húmeda, las ansías te acribillaban por acariciarle con el gusto. Comenzaste a lamer, al principio con movimientos largos y prolongados, los labios, los muslos; después la lengua ligera, liviana, enloquecida, se arremolinaba, se endurecía, subía, bajaba, entraba, salía.
No pudiste soportar la curiosidad. Alzaste la mirada. Te encontraste con un rostro sonriente de un brillo casi extático, que te clavaba los ojos en la frente con la insinuación de continuar. Entonces te elevaste monolito obtuso erecto.
Encarcelaste con una de tus manos su cuello, deslizaste la palma hacia su boca, recorriste su nariz, sus ojos y la sumergiste entre su pelo. Ella abrió un poco más las piernas. Con una mano colocó tu falo en la posición adecuada. La penetraste en un sólo movimiento. Ella cerró los ojos, contorcionó su espalda, sus cejas te confundieron, ¿aquello era dolor o placer? Toda su piel te envolvió. No tenías salida.
Los sudores se confundieron con la saliva y los fluidos. Su aroma se incrustó en las sábanas, en tu nariz, en tu cerebro. No la escuchaste gemir ni una sola vez; sólo apretaba la boca mientras pretendía conseguir permanecer con los ojos abiertos, indagar qué fantasmas abrasaban tu alma, qué memorias infestaban tu cuerpo. No lo soportabas. Menuda incoherencia. En el bar habías pagado los tragos, mentiste con un par de anécdotas, jugaste el papel de indefenso abandonado, habías logrado llevarla a tu casa, meterla en tu cama.
Te apoderabas de su cuerpo, pero algo no encajaba. «Sus ojos no eran familiares, el pavor me inundó hasta desbordarme, provocó que desfalleciese sobre ella». Sus brazos no se inmutaron. No te besó la frente ni acarició tu espalda. Estaba muy ocupada mirando cómo temblabas y besabas su pecho. La llamaste por su nombre, la casualidad te hizo dar con la combinación correcta de letras y acentos. Pero no era la misma. No era Ella a quien llamabas. Pobre, te encontrabas en un espacio distinto. La física te hacía jugarretas ingratas.

IV
Foto de José Antonio Duce
Por fin te has levantado de la cama. Caminas hacia la ducha. En el camino echas un vistazo a la contestadora. El número cero se ríe de ti. Ahora las alucinaciones, ¿será acaso culpa? («No importa»). Sabes que es culpa, ¿por qué pretendes lo contrario? Culpa por no acordarte de su nombre, por haber evocado todas esas amantes que se te escabulleron en los años. Una chica nueva, sólo el maniquí-espejo de tu absurdo pasado.
Abres el grifo. Agua caliente. Quema (Idiota). Ducha rápida. Los ojos a la contestadora. «El cero sigue riendo».

Cogiste la bocina del teléfono. Marcaste el número, no el de la mina de anoche.

...
A veces quiero matarte. Es en serio. A veces quiero masacrarte con reproches, burlarme de tu fingida madurez –de tu no fingida madurez– , de tu irremediable inocencia. De vez en vez, me sobrás un poco en la vida.
A veces, llegas a ser mi peor pesadilla. No logro entenderlo. Me haces tan feliz y de nada me pones enfermo. Mi niña (minina), ¿qué gato colérico buscas en mis andrajos?
«Soy gato sin listón ni cascabel, sin embargo iba al tejado, a acercarme a tu luna, a maullar(te) dulcemente, pero tu astro se volvía lunallena y devoraba el firmamento. Cierras los ojos y(,) gatos(,) nos volvemos. Este (tu) cielo, no quiere (mis) despojos. La esperanza plausible bajo las hojas se aplasta».
A veces (pero MUY a veces) quiero devolverte Todo lo que me has dado; porque pasan tantas cosas que pillas poco de lo que acontece. «Aquella noche, por ejemplo, me hacías algo de falta... Te echo de menos. Sé que estás ocupada...
Sé que eres delicada, tu piel y tu humor requieren afecto, sé que eres delicada y yo soy un cretino perfecto».

A veces quiero matarte. Es en serio. «Pero me relamo los bigotes y pienso... Siempre culmino con un asesinato que no es ni el de tu alma ni el de tu cuerpo: esta noche tengo ganas de matarme. Salir a la lluvia y dejar que las gotas me atraviesen azarosa y ardorosamente la piel. Quiero lanzarme de espaldas a un arrollo no muy profundo; mirarme en el espejo las ojeras, las canas para desear maquillarlas.
Hay cierto apetito de engullir tres kilogramos de sopa instantánea, sentarse frente al televisor y ver toda la programación de Salinas y Azcárraga. Parece necesario ver los titulares de los periódicos en boga y (relativamente) económicos, observar a los decapitados, las fotografías catastróficas; entonces afirmar "esas sí son noticias".
Tiene el sabor de indispensable el beber dos litros de laxante y no defecar en semanas, o pujar con sutileza para conseguirse una hernia.

Esta noche tengo ganas de matarme, de sentarme en el sofa a observar los deportes a través de la pantalla, mientras rocío los libros y papeles con combustible; entonces darían ganas –una especie de picazón en las manos– de coger los fósforos, pasar uno por la lija, encenderlo y, cuando la llama apenas va naciendo, dejarla caer sobre los edificios de papel y pastas (blandas o) duras».
...

Llamaste para acordar una cita mientras tu mente divagaba en la homónima. Descuidado.

Dejaste la bocina en su lugar antes de salir por la comida, bebida y condones.

VI
Ella regresó. Dentro de algunos instantes cenarán; charlaran de sus pasados, de aquellas vidas lejanas. Luego, apagarán las luces, reptarán hacia la alcoba. Se echarán en la cama para hacerla trizas. Terminarás temblando sobre ella una vez más. Esperando ver una piel morena, el color plata te cegará antes de recordar que en la mañana habías olvidado su nombre.

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