Primero,
un caso de priapismo con eyaculaciones cada diez minutos sin que el miembro
volviera a su flacidez. En el hospital, nadie se explicaba el síntoma. Después,
al otro lado del mundo, una mujer casi fallece por múltiples orgasmos
consecutivos. Posteriormente, un incremento exponencial de casos.
Psiquiátras
y psicólogos reconocidos descartaron trastornos comunes y parafilias raras. Los
religiosos tuvieron que callarse cuando sus predicadores y monjas presentaron
las molestias; incluso los miembros más puritanos del mundo se encerraron para
ahogar los gemidos de placer o la prominente y dolorosa erección.
Los
sexos encendidos e insaciables desataron una violencia atroz. En medio de
pujidos, alaridos, esperma y fluidos de distintas composiciones, las personas
se destrozaban entre sí y a sí mismas. En arrebatos de lujuria, las mordidas no
se limitaban sólo a marcar la piel sino a arrancarla; apareció una enfermedad
que los especialistas denominaron “la avaricia erotizante” que provocaba
orgasmos con por el simple contacto con el papel moneda y se incrementaron las
noticias de grupos de personas que se arrancaban los ojos mientras tenían sexo
rudo en plena calle.
Un
exdirector de películas porno amateur (desde sexo convencional hasta orgías
sadiconecrocoprozoofílicas) ofreció una conferencia para intentar explicar lo
que sucedía, pero a la mitad del discurso no pudo contenerse y se unió al
bacanal que había iniciado un miembro de la audiencia.