Agua, algo que es aceptable
Neon Genesis Evangelion
So I run to the river
It was bleedin' I run to the sea
…
It was bleedin' all on that day.
So I run to the river, it was boilin'
So I run to the sea, it was boilin'
Sinner Man.
I
Ninguna violencia es gratuita. La lágrima y la risa se encuentran estrechamente ligadas, pues el orgasmo y la muerte pertenecen a lo mismo: la trilladísima imagen de las dos caras en una moneda. Orgasmo y muerte, doble filo, otra llama doble del placer.
En francés, el eufemismo para ese momento cenit del coito (no importa el número de personas –reales y/o imaginarias– participantes): "pequeña muerte". El dolor y el goce en todo encuentro sensual no consiste sólo en el sadismo, el masoquismo o el sadomasoquismo, sino en una inevitabilidad.
II
Ninguna violencia es gratuita; ahora lo sabes, puedes pensarlo mientras caminas por las noches a través de los barrios desconocidos donde eres un fantasma más, donde nadie nota tu aura que apenas va marchitándose poco a poco a poco a poco, como una gotera de esa llave mal cerrada que interrumpe el sueño o alimenta el insomnio según las tazas de café, el nivel de cansancio, la programación de la pantalla chica y la comodidad (siempre variable) del lecho.
Poco a poco el sonido de las zuelas retumba. Poco a poco tus pasos chocan con eco repetido. Poco a poco sientes la humedad del ambiente que anuncia "pronto lloverá".
Los faroles solitarios crean la ilusión de que hay otras personas que caminan, como tú, a esas horas de la noche, por las mismas calles, con la misma pausa y precaución de prudencia suficiente para disfrutar el paseo y para no tener pinta de presa-fácil.
III
Has leído los periódicos –siempre los amarillistas– por lo que tienes una idea franca de lo que acontece a tu alrededor no tan inmediato. No importa. Nunca importa.
Incluso los periódicos y las noticias televisivas poseen los ecos devastadores de ríos de sangre, los mismos que cada noche inundan la ciudad, como si una femoral hubiera sido rasgada: las calles son arroyos que se tornan ríos, mares rojos (según las balas perdidas, los objetivos del día, los imprudenciales y los "daños colaterales").
No lo advertiste. Lo dijeron, pero no lo advertiste. Ya algún loco había dicho que el Antiguo Testamento se estaba escenificando en las ciudades, en los campos; dijo que Dios consideraba como otra Sodoma o Gomorra tu territorio nacional. No estaba tan lejos de la verdad; pero, no, no era Dios el enfurecido. Las olas carmesí no lavaban culpas; nunca la sangre lava nada.
Era castigo (sí) divino (no), ejemplar (sí), brutal, para callar, por afán del trono (sí, sí, sí).
Gritaron "¡Cuidado!", "¡Basta!", "¡Ya no!", muy tarde. Siempre muy tarde. Perpetuamente tarde.
IV
La mayoría de la comunicación entre dos personas es no-verbal; las palabras dicen cosas, pero no se utilizan para enunciarlo todo. Sin embargo, existen mensajes que deben entregarse de cualquier forma, con cualquier tinta, sobre cualquier papel, de la forma estéticamente más advertible y llamativa: el cadáver (torturado antes y después de la muerte) con heridas en el pecho que forman letras unidas en palabras de amenaza-advertencia.
V
Muchos reaccionarían de otra forma, pero no tú. Tú eres quien puede aguantar. Estóicamente imbécil. Sigues el precepto de la normalidad cotidiana: una persona común evita los conflictos. Total, estás al borde del hastío por la violencia; quizá allí está el problema: estar siempre al borde.
Toda la urbe está poblada por gente normal, como tú; gente que evita las peleas pues opta por la paz ante los espesos tsunamis escarlatas.
Lo pillas. Entiendes que no debe ser así. ¡Por fin!
Pero la normalidad te atrapa. Recuerdas también que es la quinta vez en la semana en que te da esa epifanía del cambio brusco y necesario.
Por ese segundo de lucidez abres tus sentidos a los otros. Todos, como tú, caminando en la noche, solos, con la vista clavada al vacío en algún punto al frente. Sus pasos, idénticos, lentos, torpes, pesados. Las arrugas en la cara demuestran el malcomer, el maldormir, el malvivir, el malser.
VI
El eco de antes suena ensordecido. Miras al suelo. Hay charcos rojos por doquier. Entiendes. No eres la única persona culpable y víctima de lo que ocurre. Los pasos se dificultan, el nivel del líquido carmesí crece.
Al mismo tiempo, aquella lluvia arrecia su caída verdemente. Te baña, los baña a todos. Los adormece como un cigarrillo merecido, como un té de tila tras el susto del atraco.
VIII
La ciudad deviene en Venecia Sanguinolenta tras el toque de queda. Los edificios, enormes fuentes de algo rojo, espeso y aún tibio. Todo transeúnte queda ahogado por la marea rojísima y la lluvia apática.
Sin embargo, no acaba. Su vida en inmortal asfixia continúa al día siguiente. Y lo sabes. Lo sabes perfectamente. Ves la calle inundarse más y más y más y... te zambulles con la resignación de pez en la red.
Ninguna violencia es gratuita. La lágrima y la risa se encuentran estrechamente ligadas, pues el orgasmo y la muerte pertenecen a lo mismo: la trilladísima imagen de las dos caras en una moneda. Orgasmo y muerte, doble filo, otra llama doble del placer.
En francés, el eufemismo para ese momento cenit del coito (no importa el número de personas –reales y/o imaginarias– participantes): "pequeña muerte". El dolor y el goce en todo encuentro sensual no consiste sólo en el sadismo, el masoquismo o el sadomasoquismo, sino en una inevitabilidad.
II
Ninguna violencia es gratuita; ahora lo sabes, puedes pensarlo mientras caminas por las noches a través de los barrios desconocidos donde eres un fantasma más, donde nadie nota tu aura que apenas va marchitándose poco a poco a poco a poco, como una gotera de esa llave mal cerrada que interrumpe el sueño o alimenta el insomnio según las tazas de café, el nivel de cansancio, la programación de la pantalla chica y la comodidad (siempre variable) del lecho.
Poco a poco el sonido de las zuelas retumba. Poco a poco tus pasos chocan con eco repetido. Poco a poco sientes la humedad del ambiente que anuncia "pronto lloverá".
Los faroles solitarios crean la ilusión de que hay otras personas que caminan, como tú, a esas horas de la noche, por las mismas calles, con la misma pausa y precaución de prudencia suficiente para disfrutar el paseo y para no tener pinta de presa-fácil.
III
Has leído los periódicos –siempre los amarillistas– por lo que tienes una idea franca de lo que acontece a tu alrededor no tan inmediato. No importa. Nunca importa.
Incluso los periódicos y las noticias televisivas poseen los ecos devastadores de ríos de sangre, los mismos que cada noche inundan la ciudad, como si una femoral hubiera sido rasgada: las calles son arroyos que se tornan ríos, mares rojos (según las balas perdidas, los objetivos del día, los imprudenciales y los "daños colaterales").
No lo advertiste. Lo dijeron, pero no lo advertiste. Ya algún loco había dicho que el Antiguo Testamento se estaba escenificando en las ciudades, en los campos; dijo que Dios consideraba como otra Sodoma o Gomorra tu territorio nacional. No estaba tan lejos de la verdad; pero, no, no era Dios el enfurecido. Las olas carmesí no lavaban culpas; nunca la sangre lava nada.
Era castigo (sí) divino (no), ejemplar (sí), brutal, para callar, por afán del trono (sí, sí, sí).
Gritaron "¡Cuidado!", "¡Basta!", "¡Ya no!", muy tarde. Siempre muy tarde. Perpetuamente tarde.
IV
La mayoría de la comunicación entre dos personas es no-verbal; las palabras dicen cosas, pero no se utilizan para enunciarlo todo. Sin embargo, existen mensajes que deben entregarse de cualquier forma, con cualquier tinta, sobre cualquier papel, de la forma estéticamente más advertible y llamativa: el cadáver (torturado antes y después de la muerte) con heridas en el pecho que forman letras unidas en palabras de amenaza-advertencia.
V
Muchos reaccionarían de otra forma, pero no tú. Tú eres quien puede aguantar. Estóicamente imbécil. Sigues el precepto de la normalidad cotidiana: una persona común evita los conflictos. Total, estás al borde del hastío por la violencia; quizá allí está el problema: estar siempre al borde.
Toda la urbe está poblada por gente normal, como tú; gente que evita las peleas pues opta por la paz ante los espesos tsunamis escarlatas.
Lo pillas. Entiendes que no debe ser así. ¡Por fin!
Pero la normalidad te atrapa. Recuerdas también que es la quinta vez en la semana en que te da esa epifanía del cambio brusco y necesario.
Por ese segundo de lucidez abres tus sentidos a los otros. Todos, como tú, caminando en la noche, solos, con la vista clavada al vacío en algún punto al frente. Sus pasos, idénticos, lentos, torpes, pesados. Las arrugas en la cara demuestran el malcomer, el maldormir, el malvivir, el malser.
VI
El eco de antes suena ensordecido. Miras al suelo. Hay charcos rojos por doquier. Entiendes. No eres la única persona culpable y víctima de lo que ocurre. Los pasos se dificultan, el nivel del líquido carmesí crece.
Al mismo tiempo, aquella lluvia arrecia su caída verdemente. Te baña, los baña a todos. Los adormece como un cigarrillo merecido, como un té de tila tras el susto del atraco.
VIII
La ciudad deviene en Venecia Sanguinolenta tras el toque de queda. Los edificios, enormes fuentes de algo rojo, espeso y aún tibio. Todo transeúnte queda ahogado por la marea rojísima y la lluvia apática.
Sin embargo, no acaba. Su vida en inmortal asfixia continúa al día siguiente. Y lo sabes. Lo sabes perfectamente. Ves la calle inundarse más y más y más y... te zambulles con la resignación de pez en la red.
(México, 2011)