You
can check-out any time you like, but you can never leave
“Hotel California”, The Eagles
El plan era sencillo: una sesión de sexo salvaje en la casa
de él para dejarlo rendido y obediente a cualquier destino; ella se vestiría
lejos de su alcance, le soltaría la frase definitiva justo antes de cerrar la
puerta del cuarto y abandonar su casa por la entrada principal, triunfante y
con la cabeza erguida. Abandonaba una relación demasiado inestable y demasiado
insípida (una nunca busca al ex gratuitamente, ¿o sí?).
Sara
no contaba con que ese día Oliver tuviera un apetito casi insaciable ysacara una
pantera nebulosa al acecho de cualquier movimiento de su cuerpo para devorarlo;
jamás pensó que la culpa se le agolparía en las entrañas a cada embestida. Aún
así, siguió paso a paso el manual. Terminada la sesión, se levantó de la cama
para vestirse a una distancia prudente. Lo observaba temerosa, como si en
cualquier momento fuera a levantarse para arrancarle la ropa y seguir, pero
sólo la observaba serio.
Entendió
que únicamente esperaba pues ya sabía de qué iba el asunto. Por supuesto: ella
le había platicado cómo aplicaba su método a los demás.
«Los
dos ya sabemos, ¿no? Esto no puede continuar. Hasta aquí se queda. Chau».
Cerró
la puerta casi al mismo tiempo que saliódel cuarto, caminó hacia la entrada
principal, abrió la puerta,atravesó el quicio. Se percató del error cuando
escuchó el click del picaporte: para salir de esa casa, debía atravesar otra
puerta metálica que sólo abriría con la llave. Estaba
atrapada en un pasillo entre dos puertas.
Cinco
minutos después, él salió por ella. Sonreía.
Caminaban juntos por la calle; él la acompañaba.Se sentía incómoda:
él ya no debería estar ahí, debería estar en su cama, pensándola, masturbándose
con el recuerdo de lo recién ocurrido, sumido en melancolía; sin embargo, allí estaba
con una sonrisa enorme en la cara, como si no lo hubiera mandado al carajo ya.
Ella
le advirtió a dónde iría: «Me encontraré con Pato, ¿sí? ¿A eso quieres venir?
¿A llevarme de la manita con ese tipo? Te sentirías mejor si lo haces, ¿verdad,
machito taimado? No soy un maldito objeto ni me estás “entregando”
voluntariamente. Entiende de una vez que te estoy dejando».
Él
no replicó, no bajó la cabeza ni borró la sonrisa de su cara. Le informó que
sabía muy bien todo eso, que él no la consideraba un objeto y que sólo quería
acompañarla porque se le pegaba la gana; en otras palabras, que no había
intenciones ocultas detrás de ese gesto.
Llegaron
a un café en el centro de la ciudad. Supo que Pato se encontraba allí al ver su
motocicleta aparcada frente al local. Anticipó que ellos dos se encontrarían
frente a frente, quizá iniciarían una riña donde los dos idiotas pelearían
estúpidamente sin hacerse demasiado daño pero quedando en ridículo (y, por
supuesto, la avergonzarían en público). Quiso convencerlo de que nada ganaría
ya.
«Tan
sólo quiero un café» él dijo sonriente.
Los tres se encontraban sentados en la misma mesa. Pato no sabía bien
qué hacer pues ella le había dicho que lo botaría en su casa y se encontrarían
allí para reanudar una (no tan) vieja historia; en cambio, allí estaban juntos,
como si se tratara de una reunión de viejos amigos. Buscaba la mirada de ella
sin éxito; se encontraba absorta en la ventana, movía los pies y se mordía las
uñas. Entendió que no era su decisión. Lo miró a él sumergido en el café y con
esa sonrisa idiota y cínica.
El
bullicio del café no penetraba el silencio que se instaló entre ellos. Ella
pateó los pies de Pato, un claro gesto para hacerlo decir algo que largara al apéndice
que no quiso quedarse en su cuarto. Nada. Intentó correr a Oliver con la
mirada, con golpecitos de su tacón en la espinilla. Nada.
Cuando
notaron que él se había terminado su taza de café, sonrieron. Pato abrió la
boca pero él llamó a un mesero para pedir un sándwich y otro café. Fue el
colmo.
«¿Qué
demonios haces aquí?» dijo Pato furioso.
«Como
un bocadillo y bebo café, ¿algún problema?»
«Sí,
que sobras en la mesa» increpó ella.
«Lo
siento» Oliver no se movió «platiquen si quieren, hagan como si no existiera,
incluso pueden irse si gustan, aunque sería de mala educación dejarme comer
solo».
Ella
no le daría la satisfacción. Ella lo había abandonado, no al revés, no dejaría
que le ganara ésta: «Pues no nos vamos, ¿cómo ves?»
«¿Qué?»
Pato quedó atónito.
Oliver levantó la mirada justo cuando ella lo observaba
rabiosa. Reconoció los ojos de pantera nebulosa al acecho de su cuerpo. Un
súbito golpe eléctrico le recorrió el cuerpo entero. Él la miraba mientras
comía. Su boca mordiendo el emparedado, los labios separados que dejan
descubiertos los dientes; incisivos y colmillos afilados encajándose en el pan,
perforándolo lentamente hasta juntarse y arrancar un pedazo; ese leve arrugar
la nariz con que concluía el movimiento y unos ojos famélicos clavados en los
suyos. Reconoció la sonrisa previa al mordisco. Cada bocado que Oliver
arrancaba del emparedado se reduplicaba en las piernas de Sara; revivía la
sensación de sus pantorrillas heridas por las dentelladas furiosas que le
encajaba aleatoriamente en el oleaje de su cuerpo hasta hacerla gritar que
parara, aunque su mente suplicaba porque el diente se encajara y la hiciera
sangrar. La lengua relamiéndose los labios para quitarse las moronas de pan o
los residuos del café, el mismo gesto que hacía antes de atacar su vulva, de
recorrerla y barnizarla con saliva como preámbulo del latigueosin piedad a su
clítoris. Su cuerpo la traicionaba. Incluso la espuma del capuccino que le
quedaba en las comisuras de los labios y la manera de ocupar los dedos para
limpiarse y llevárselos a la boca le remitieron a la manera en que vulgarmente
se quitó sus fluidos de ese mismo lugar para chuparlos de la yema de sus dedos.
Sintió
humedad en las bragas.
Pato
notó esa mirada, el terror y la ansiedad en el cuerpo de ella; entonces,
percibió el olor a sexo; ambos olían a sexo. Pasaban las horas y el cuerpo de
los dos olía más intensamente, seguramente se habían acostado antes de llegar
con él. Pato sabía de las costumbres sádicos que tenía ella a la hora de
abandonar a su pareja en turno (él mismo había pasado por el protocolo) pero
siempre había una discreción al respecto, una ducha, una disculpa, perfume, lo
que fuera. Comprendió que esa pantomima en el café era un juego, una burla
hacia él, que ambos se la estaban pasando fantástico con su cara de idiota.
Oliver
notó cómo lo miraba ella; supo de inmediato hacia dónde se había ido su memoria
y por eso sonreía. Miró a Pato sólo por mirar, sin nada en la cabeza, con la
mente lo más en paz y en blanco posible.
«Después de esto, estamos condenados, niña» le había dicho una vez; cuando
ellapreguntó por qué, él respondió «Ahora
estamos calcados con fuego en el otro, ¿no lo ves?». Ella estaba segura de que blufeaba, que se le había
subido el ego por el concierto de gemidos que le arrancó en el cuarto de hotel,
que se le había subido lo machito y lo poeta a la cabeza porque le había dejado
hacer y deshacer ese día. Pero entendió, en el café, sentada con Pato y con él,
lo que había querido decir. Tenía todos los gestos de él asociados a una acción
en el coito, cualquier pequeña seña le marcaba una petición, una exigencia o una
anticipación al placer, al dolor o a ambos. Después de tantas veces juntos,
(semi)desnudos y penetrados habían desarrollado un lenguaje particular.
«Pero
esto no es amor, ¿eh? No te confundas» trató de devolverlo a la realidad esa
vez.
«Lo
sé, pero también sé que estamos condenados» ella pensó que le había dado una
crisis anticipatoria de la ruptura sumada al éxtasis del orgasmo, pero no era
así. Él se había dedicado a entrenarla en ese otro sistema de símbolos
intercambiables que culminaban invariablemente con ella suplicándole o
exigiéndole penetrarla o lamerla o cualquier otro contacto que le hiciera
sentirse atada a él. Su braga estaba más mojada y notó también que olían a
sexo.
Pato
notó un par de ademanes raros que Oliver hacía al comer o beber, pero no
entendía, también se percató de que ese horrible aroma se intensificaba, sin
embargodominaba una esencia de sexo femenino, ¿el sexo de ella? ¿Se estaba excitando?
¿Por qué? Dejó de mirarla para observar a Oliver: sonreía.
Él accedió a la propuesta de Pato: salir a caminar. Ya llevaban hora y
media en el café y los últimos veinte minutos habían sido un cínico coqueteo
entre ella y él. Pato se sintió excluido, pensó que era una infantil venganza
de Oliver hacia los dos y le dejó desahogarse; la experiencia le decía que
después del berrinche vendría la calma y una disculpa formal.
Recorrieron
el centro sin quererlo; recorrían calles que ni Sara ni Pato habrían elegido
para pasear, pero era ridículo que él marcara la marcha si se encontraba detrás
de ambos. Llegaron a una zona de sex
shops y entraron. Observaban calladamente los artículos en exhibición
mientras él los agarraba para inspeccionarlos, preguntaba por precios y miraba
hacia donde se encontraban ella y Pato.
Pato
notó que ella movía las piernas insistentemente, apretaba sus muslos una y otra
vez cada que él tomaba un nuevo utensilio. Ella rememoraba la vez que le cubrió
los ojos y la ató a la cama; sin tocarla le insertó varios artefactos
prismáticos en su vagina y en su ano. Esa vez él no hizo un solo ruido. Ella se
esforzó infructuosamente por quedarse en silencio, falló en la primer
penetración doble; se forzó a no llegar al orgasmo, pero lo alcanzó: Oliver le
susurró «Te dije que te metería el infinito entre las piernas» mientras tenía
un caleidoscopio penetrándola y le descubrió los ojos; su cuerpo estaba al
borde de un apocalipsis: el espejo en el techo le permitió verse empapada en
sudor y temblando; entonces, él le ordenó “Orínate”. Sin dudarlo vació su
vejiga entre las manos de él.
Pato se acercó a Oliver para decirle que se sentía incómodo
allí, que quería irse. Él accedió. Deambularon otro rato por calles aleatorias.
El clima húmedo los obligó a buscar agua y un sitio fresco. Entraron a un
minisúper para aprovechar el aire acondicionado y conseguir bebidas.
Él
se acercó a Pato; lo miró como la vez que se habían conocido en una biblioteca
con un tablero de ajedrez de por medio. Oliver lo recibió con una mirada cálida
y amenazante. Pato sabía que todos los animales adoptan una postura agresiva cuando se sienten
amenazados. Él le propuso una partida rápida. Accedió.
Había
algo raro en sus movimientos. Parecía que perdía piezas importantes a propósito.
Primero cedió un alfil que amenazaba con jaque, luego una torre, luego un
caballo. A la reina la defendía como si de eso dependiera su vida. Incluso dejó
descubierto al rey cuando se lanzaba al ataque; eso lo obligaba a defender y le
daba un movimiento para recomponer la defensa, pero aún así era demasiado
arriesgado.
Hacia
el final de la partida, los dos estaban demasiado arrinconados, a un solo
error. Entonces él hizo un movimiento que sacó a Pato de concentración: Ella
llegó a la mesa donde jugaban y él le lanzó una sonrisa de penumbra y ceniza.
Entonces acomodó una pieza con la que obviamente atacaría al rey y dejó
descubierta a la reina. Pato, temeroso de que la reina le pudiera dar el juego
a su adversario, mordió el anzuelo: capturó a la reina y olvidó proteger al
rey.
Oliver
le anunció que ya debía irse, que tomaría un bus en una calle cercana y se
largaba. Pato agradeció en silencio.
Lo
acompañaron a la parada del autobús. Se despidieron de él educadamente. Ella
sentía que había logrado su cometido al orillarlo a aceptar que lo acompañaran
a esa esquina para abandonarlo allí como una mascota inútil.
Pato
tan sólo sentía alivio de que eso hubiera acabado. Irían a un hotel, se
ducharían y reanudarían la historia dejada recientemente en stand by.
Notaron que él los miraba a la distancia. «Si quiere torturarse allá, él».
Entraron a un hotel, pagaron el cuarto y se apresuraron. Se desnudaron
torpemente y con prisa. Pato no se preocupó de que el cuerpo de ella oliera aún
a sexo y de que su humedad, que comenzaba a secarse un poco, hubiera sido
provocada por alguien más: la necesitaba ya.
«Vamos
a jugar un poco» propuso Sara. Le pidió a Pato que la amarrara o que, mínimo le
cubriera los ojos con algo, que no fuera inmediatamente a penetrarla. Él intentó
complacerla. Improvisó una atadura con su cinturón, pero no encontró con qué
cubrirle los ojos. Ella notó que la erección de Pato variaba, entre la
concentración por no herirla y la tentación de disponer de un cuerpo vulnerable
que acrecentaba su ansiedad por entrar en ella, el cuerpo de su amante vacilaba
frustrantemente.
«Ahórcame»
le pidió a Pato cuando comenzó a penetrarla.Accedió temeroso. Era inútil, no
apretaba lo suficiente su cuello, no le cortaba la respiración de forma
adecuada y perdía el ritmo al momento de hacerlo. Tenía la necesidad de sentirse
al borde de la muerte, para ello requería quien la guiara perfectamentea esa
frontera, que no la dejara en el otro lado pero que no la guardara mucho en
éste.
Media
hora más tarde, abrió los ojos todo lo que pudo, se le notaban acuosos y
desesperados. «No puedo. No lo siento. No».