Todo es lo
mismo a oscuras: una trola en donde estás/estoy/estamos.
La
alarma del reloj electrónico se hace sonar mientras los números escarlata,
iluminados en su pequeño tablero, indican las seis de la mañana. Lo apago con
delicadeza, me levanto de la cama, enciendo la luz de mi alcoba; me miro al
espejo y las ojeras delatan que es otra noche en la que he dormido nada.
No
hay remedio para la rutina.
Ponerse
la ropa deportiva, bajar a engullir algo del frigorífico y salir a correr un
par de millas de ida y regreso a casa para escapar de los hechos cotidianos,
evadiéndolos para llegar hasta vos (quizá).
Elevo
el ritmo del trote hasta llegar al punto de correr. La música en el reproductor
portátil continúa a mi paso. El sudor corre por mi cara. Paso a paso el camino
se acaba. Pienso en que, al final del recorrido te alcanzaré; eso me impulsa a
terminar el sendero: el placebo.
Faltan
algunos cuantos metros, sigo corriendo. Tiempo del cierre, toda la fuerza en
las piernas, empujar el suelo con ira, como si fuese él quien nos impusiera
distancia.
Faltan
cinco metros,
cuatro
metros,
apretá más el paso
dos
metros.
un poco más
Ya.
Apoyo
mis manos sobre mis muslos un momento. El aire me falta. Todo se nubla un poco
por el sudor que comienza a caer sobre mis lagrimales y corre por mis mejillas
(gotas que descubro saladas cuando caen en mis labios sedientos).
Miro
la avenida y el bulevar de la derecha: lo mismo que en mi alcoba, en el pasillo
y en la cocina: ausencia.
Giro
sobre mis talones para volver corriendo con la misma motivación para soportar
el recorrido de regreso. Echo un vistazo sobre mi hombro para convencerme de
que realmente no estás a mi espalda, espiándome, riéndote de que soy tan
despistado que no te he visto aún cuando estabas frente a mí.
Fijo
mi vista en el horizonte conocido y emprendo el camino de regreso con el mismo
paso y el mismo reproductor repitiendo la misma melodía: No estabas allí, al
final de mi camino; quizá te encuentre de regreso, en el lugar donde inicie.
Tampoco
te encontrabas en la puerta de mi casa. De cierta forma, lo sabía. Subí las
escaleras, entré en mi habitación me quité la ropa empapada en sudor y tomé una
ducha fría a pesar del clima invernal que se empeñaba en estos meses de
supuesta canícula. El agua helada me despertó de una modorra que no se había
alejado en toda la mañana; miré el calendario en la puerta de mi armario y me
sorprendió la fecha. Curiosamente, hoy sí era un día en que te vería.
Me
vestí con una camisa color vino, pantalón de mezclilla negro, una corbata que
no bien combinaba y zapatillas negras. Cogí el autobús, al bajar en la esquina
correspondiente compré un ramo de rosas rojas donde, de incógnitas, se habían
colado dos teñidas de negro. Pagué el precio un poco elevado por la economía
actual. Crucé las columnas de concreto que resguardaban la entrada, caminé por
el jardín principal, entré al salón y salí por el otro lado; seguí caminando un
poco más hasta llegar al lugar preciso. Todo se encontraba exactamente igual al
mes anterior, sólo que las rosas en el jarrón ya estaban marchitándose.
–
Mirá, te he traído unas nuevas – susurré – espero que te gusten.
Las
dejé en el florero de cerámica y me senté al lado de tu lecho. Con mis dedos
trémulos recorrí una vez más el epitafio de tu lápida recordando aquel día en
el que tus padres me habían reprochado lo ocurrido, diciendo justo lo que
pensaba al culparme.
–
Feliz día de San Valentin – dije.
Sin
querer derramé un par de lágrimas silenciosas sobre el césped recién cortado
mientras a mi memoria acudía aquella frase vuestra proponiéndome olvidarte,
frase que desató la discusión en donde terminé diciendo “quizá lo haga”.
Quizá
lo haré algún día, cuando deje de correr para alcanzarte, cuando deje de
hundirme en la mirada de tus fotografías o cuando, simplemente, el tiempo
suficiente haya pasado.