Creo que
jamás pensé observar una disidencia política tan fuerte, tan de mi lado, dentro
del gran vecino del norte. Todos vimos la tempestad aproximarse y todos
pensamos que jamás tocaría tierra, porque en Estados Unidos se encuentra una de
las cumbres de la civilización y que los intereses sociales tenían aún cierta
importancia. Cuando Trump propuso eliminar el programa de Obamacare, retirar al
país del TLCAN, imponer medidas antimigratorias y eliminar los derechos sobre
la sexualidad de los individuos, su presidencia parecía muy lejana. Algo que
sólo un idiota aprobaría. El optimismo nos hizo olvidar que la gente, en
efecto, es idiota.
Durante
el periodo de campaña vi numerosas veces en sitios como 9gag, Tumblr, Twitter y Facebook, comentarios sobre por qué la gente votaría por Trump;
todas fueron imágenes que buscaban ofender a sus votantes potenciales. Lo cool era estar en la disidencia, lo
políticamente correcto, lo progresista. Nadie quería ser asociado con ese tipo
quien usaba un eslogan con reminiscencias genocidas. En la fiebre festiva por
tener un contendiente cuya victoria parecía imposible, también salió lo peor de
nosotros mismos.
Incluso
cuando debimos tomar el asunto más en serio, cuando Donald obtuvo la
candidatura por parte del partido Republicano, continuamos con la idea de que
esa pesadilla no pasaría al mundo de la vigila. Error.
El
sistema de los debates presidenciales nos da una idea falsa de lo que puede
ocurrir, que la gente cambiará de opinión a favor del orador más elocuente y
con las mejores propuestas; la democracia se fundamenta en la premisa de que un
pueblo sabe elegir lo que es mejor para sí, sin embargo obvia el hecho de que
las personas están en constante conflicto entre el bienestar individual y el
colectivo (pues se asume que un pueblo pensará en lo segundo).
La
ideología dominante en occidente ha hecho que el individuo sea la medida básica
del mundo. Generalmente, las personas entienden su entorno en función de sí
mismas. Entonces, resulta normal que, cuando una persona quiera decidir el
rumbo de una nación, en realidad piense únicamente en su bienestar.
Tristemente, se omite el hecho de que, aunque muchas personas coincidan en la
búsqueda del bienestar individual, los recursos siempre son limitados y que,
tal vez, su “campeón” no se haya referido específicamente a esos individuos cuando
habló de volver a hacer grande a una nación.
Me
resultan familiares los casos sobre inmigrantes que provienen de Latinoamérica o
de cualquier otra región del mundo que, en un afán de ser aceptados por la
comunidad estadounidense, se tornan en contra de sus raíces, reniegan de la
lengua de sus padres y rompen culturalmente con las tradiciones; como cualquier
otra persona, sólo buscan aceptación y es algo perfectamente normal. El
problema ocurre cuando en su autoconcepción pierden el piso. Olvidan que cuando
un hombre naranja blanco, estadounidense por nacimiento y con una
posición privilegiada (política y económica) habla de deportar a todos los
parásitos de su país, no sólo se
refiere a los indocumentados o a quienes aún abrazan su cultura nativa, sino
también a ellos que quisieron abrazar un nuevo hogar, porque no cuentan con un
supuesto “derecho de nacimiento” sobre esa tierra. Ayer leí un post con la
ironía esperada: alguien que votó por Trump, cuya pareja no puede ingresar
nuevamente al país debido a las restricciones migratorias. Quizá ahora caigan
en cuenta del riesgo en que han puesto al mundo. Aunque, tal vez, ya sea
demasiado tarde.