Conocí al Brasil que te cagaba de susto; escuché su historia con el temor y la veneración que se tiene hacia Dios. Nuevamente, en la tierra de teutones surge el artificio que aniquila a cualquier deidad y pone de manifiesto que absolutamente todo perece.
Desde el principio Brasil
jugó mal; en el partido, intentó intercambiar papeles con Alemania. A los
teutones les corresponde el juego ríspido de cuerpo a cuerpo, el juego aéreo,
el partido trabado; históricamente así ha sido.
A los brasileños les
correspondía contrarrestar con jugadas de fantasía, juego de conjunto y la
magia de individual. En todo el mundial, a Brasil se le olvidó el joga bonito. Alemanía no contaba con
Beckenbauer, ni Bierhof, pero no se achicó a los encontronazos, tampoco perdió
su estilo de conjunto: rígido, geométrico, veloz y efectivo.
Era obvio: en los mundiales
no sólo se enfrentan las personalidades, también se enfrentan las historias y
los fantasmas.
Brasil olvidó su pasado y lo
pisoteó. Alemania progresó, en ese sentido: no olvidó su historia, pero no se
aferró imbécilmente a ella. También los teutones aprendieron de fantasía (basta
ver el séptimo gol para comprobarlo).
A
partir del primer gol, a Brasil se le vino el mundo abajo. Estaban
desconcertados, sin entender muy bien qué ocurría. Cuando cayó el segundo, el
partido ya estaba sentenciado. Brasil no se reconocía a sí mismo: perdió forma.
En el segundo tiempo intentaron recomponer; como los Holandeses contra México,
quisieron extraer de la camiseta el coraje suficiente para hacer algo; el problema:
Alemania no perdona ni da oportunidad alguna.