23/6/15

Fuerza centrípeta

You can check-out any time you like, but you can never leave
“Hotel California”, The Eagles







El plan era sencillo: una sesión de sexo salvaje en la casa de él para dejarlo rendido y obediente a cualquier destino; ella se vestiría lejos de su alcance, le soltaría la frase definitiva justo antes de cerrar la puerta del cuarto y abandonar su casa por la entrada principal, triunfante y con la cabeza erguida. Abandonaba una relación demasiado inestable y demasiado insípida (una nunca busca al ex gratuitamente, ¿o sí?).
Sara no contaba con que ese día Oliver tuviera un apetito casi insaciable ysacara una pantera nebulosa al acecho de cualquier movimiento de su cuerpo para devorarlo; jamás pensó que la culpa se le agolparía en las entrañas a cada embestida. Aún así, siguió paso a paso el manual. Terminada la sesión, se levantó de la cama para vestirse a una distancia prudente. Lo observaba temerosa, como si en cualquier momento fuera a levantarse para arrancarle la ropa y seguir, pero sólo la observaba serio.
Entendió que únicamente esperaba pues ya sabía de qué iba el asunto. Por supuesto: ella le había platicado cómo aplicaba su método a los demás.
«Los dos ya sabemos, ¿no? Esto no puede continuar. Hasta aquí se queda. Chau».
Cerró la puerta casi al mismo tiempo que saliódel cuarto, caminó hacia la entrada principal, abrió la puerta,atravesó el quicio. Se percató del error cuando escuchó el click del picaporte: para salir de esa casa, debía atravesar otra puerta metálica que sólo abriría con la llave. Estaba atrapada en un pasillo entre dos puertas.
Cinco minutos después, él salió por ella. Sonreía.

Caminaban juntos por la calle; él la acompañaba.Se sentía incómoda: él ya no debería estar ahí, debería estar en su cama, pensándola, masturbándose con el recuerdo de lo recién ocurrido, sumido en melancolía; sin embargo, allí estaba con una sonrisa enorme en la cara, como si no lo hubiera mandado al carajo ya.
Ella le advirtió a dónde iría: «Me encontraré con Pato, ¿sí? ¿A eso quieres venir? ¿A llevarme de la manita con ese tipo? Te sentirías mejor si lo haces, ¿verdad, machito taimado? No soy un maldito objeto ni me estás “entregando” voluntariamente. Entiende de una vez que te estoy dejando».
Él no replicó, no bajó la cabeza ni borró la sonrisa de su cara. Le informó que sabía muy bien todo eso, que él no la consideraba un objeto y que sólo quería acompañarla porque se le pegaba la gana; en otras palabras, que no había intenciones ocultas detrás de ese gesto.
Llegaron a un café en el centro de la ciudad. Supo que Pato se encontraba allí al ver su motocicleta aparcada frente al local. Anticipó que ellos dos se encontrarían frente a frente, quizá iniciarían una riña donde los dos idiotas pelearían estúpidamente sin hacerse demasiado daño pero quedando en ridículo (y, por supuesto, la avergonzarían en público). Quiso convencerlo de que nada ganaría ya.
«Tan sólo quiero un café» él dijo sonriente.

Los tres se encontraban sentados en la misma mesa. Pato no sabía bien qué hacer pues ella le había dicho que lo botaría en su casa y se encontrarían allí para reanudar una (no tan) vieja historia; en cambio, allí estaban juntos, como si se tratara de una reunión de viejos amigos. Buscaba la mirada de ella sin éxito; se encontraba absorta en la ventana, movía los pies y se mordía las uñas. Entendió que no era su decisión. Lo miró a él sumergido en el café y con esa sonrisa idiota y cínica.
El bullicio del café no penetraba el silencio que se instaló entre ellos. Ella pateó los pies de Pato, un claro gesto para hacerlo decir algo que largara al apéndice que no quiso quedarse en su cuarto. Nada. Intentó correr a Oliver con la mirada, con golpecitos de su tacón en la espinilla. Nada.
Cuando notaron que él se había terminado su taza de café, sonrieron. Pato abrió la boca pero él llamó a un mesero para pedir un sándwich y otro café. Fue el colmo.
«¿Qué demonios haces aquí?» dijo Pato furioso.
«Como un bocadillo y bebo café, ¿algún problema?»
«Sí, que sobras en la mesa» increpó ella.
«Lo siento» Oliver no se movió «platiquen si quieren, hagan como si no existiera, incluso pueden irse si gustan, aunque sería de mala educación dejarme comer solo».
Ella no le daría la satisfacción. Ella lo había abandonado, no al revés, no dejaría que le ganara ésta: «Pues no nos vamos, ¿cómo ves?»
«¿Qué?» Pato quedó atónito.

Oliver levantó la mirada justo cuando ella lo observaba rabiosa. Reconoció los ojos de pantera nebulosa al acecho de su cuerpo. Un súbito golpe eléctrico le recorrió el cuerpo entero. Él la miraba mientras comía. Su boca mordiendo el emparedado, los labios separados que dejan descubiertos los dientes; incisivos y colmillos afilados encajándose en el pan, perforándolo lentamente hasta juntarse y arrancar un pedazo; ese leve arrugar la nariz con que concluía el movimiento y unos ojos famélicos clavados en los suyos. Reconoció la sonrisa previa al mordisco. Cada bocado que Oliver arrancaba del emparedado se reduplicaba en las piernas de Sara; revivía la sensación de sus pantorrillas heridas por las dentelladas furiosas que le encajaba aleatoriamente en el oleaje de su cuerpo hasta hacerla gritar que parara, aunque su mente suplicaba porque el diente se encajara y la hiciera sangrar. La lengua relamiéndose los labios para quitarse las moronas de pan o los residuos del café, el mismo gesto que hacía antes de atacar su vulva, de recorrerla y barnizarla con saliva como preámbulo del latigueosin piedad a su clítoris. Su cuerpo la traicionaba. Incluso la espuma del capuccino que le quedaba en las comisuras de los labios y la manera de ocupar los dedos para limpiarse y llevárselos a la boca le remitieron a la manera en que vulgarmente se quitó sus fluidos de ese mismo lugar para chuparlos de la yema de sus dedos.
Sintió humedad en las bragas.
Pato notó esa mirada, el terror y la ansiedad en el cuerpo de ella; entonces, percibió el olor a sexo; ambos olían a sexo. Pasaban las horas y el cuerpo de los dos olía más intensamente, seguramente se habían acostado antes de llegar con él. Pato sabía de las costumbres sádicos que tenía ella a la hora de abandonar a su pareja en turno (él mismo había pasado por el protocolo) pero siempre había una discreción al respecto, una ducha, una disculpa, perfume, lo que fuera. Comprendió que esa pantomima en el café era un juego, una burla hacia él, que ambos se la estaban pasando fantástico con su cara de idiota.
Oliver notó cómo lo miraba ella; supo de inmediato hacia dónde se había ido su memoria y por eso sonreía. Miró a Pato sólo por mirar, sin nada en la cabeza, con la mente lo más en paz y en blanco posible.

«Después de esto, estamos condenados, niña» le había dicho una vez; cuando ellapreguntó por qué, él respondió «Ahora estamos calcados con fuego en el otro, ¿no lo ves?». Ella estaba segura de que blufeaba, que se le había subido el ego por el concierto de gemidos que le arrancó en el cuarto de hotel, que se le había subido lo machito y lo poeta a la cabeza porque le había dejado hacer y deshacer ese día. Pero entendió, en el café, sentada con Pato y con él, lo que había querido decir. Tenía todos los gestos de él asociados a una acción en el coito, cualquier pequeña seña le marcaba una petición, una exigencia o una anticipación al placer, al dolor o a ambos. Después de tantas veces juntos, (semi)desnudos y penetrados habían desarrollado un lenguaje particular.
«Pero esto no es amor, ¿eh? No te confundas» trató de devolverlo a la realidad esa vez.
«Lo sé, pero también sé que estamos condenados» ella pensó que le había dado una crisis anticipatoria de la ruptura sumada al éxtasis del orgasmo, pero no era así. Él se había dedicado a entrenarla en ese otro sistema de símbolos intercambiables que culminaban invariablemente con ella suplicándole o exigiéndole penetrarla o lamerla o cualquier otro contacto que le hiciera sentirse atada a él. Su braga estaba más mojada y notó también que olían a sexo.
Pato notó un par de ademanes raros que Oliver hacía al comer o beber, pero no entendía, también se percató de que ese horrible aroma se intensificaba, sin embargodominaba una esencia de sexo femenino, ¿el sexo de ella? ¿Se estaba excitando? ¿Por qué? Dejó de mirarla para observar a Oliver: sonreía.

Él accedió a la propuesta de Pato: salir a caminar. Ya llevaban hora y media en el café y los últimos veinte minutos habían sido un cínico coqueteo entre ella y él. Pato se sintió excluido, pensó que era una infantil venganza de Oliver hacia los dos y le dejó desahogarse; la experiencia le decía que después del berrinche vendría la calma y una disculpa formal.
Recorrieron el centro sin quererlo; recorrían calles que ni Sara ni Pato habrían elegido para pasear, pero era ridículo que él marcara la marcha si se encontraba detrás de ambos. Llegaron a una zona de sex shops y entraron. Observaban calladamente los artículos en exhibición mientras él los agarraba para inspeccionarlos, preguntaba por precios y miraba hacia donde se encontraban ella y Pato.
Pato notó que ella movía las piernas insistentemente, apretaba sus muslos una y otra vez cada que él tomaba un nuevo utensilio. Ella rememoraba la vez que le cubrió los ojos y la ató a la cama; sin tocarla le insertó varios artefactos prismáticos en su vagina y en su ano. Esa vez él no hizo un solo ruido. Ella se esforzó infructuosamente por quedarse en silencio, falló en la primer penetración doble; se forzó a no llegar al orgasmo, pero lo alcanzó: Oliver le susurró «Te dije que te metería el infinito entre las piernas» mientras tenía un caleidoscopio penetrándola y le descubrió los ojos; su cuerpo estaba al borde de un apocalipsis: el espejo en el techo le permitió verse empapada en sudor y temblando; entonces, él le ordenó “Orínate”. Sin dudarlo vació su vejiga entre las manos de él.

Pato se acercó a Oliver para decirle que se sentía incómodo allí, que quería irse. Él accedió. Deambularon otro rato por calles aleatorias. El clima húmedo los obligó a buscar agua y un sitio fresco. Entraron a un minisúper para aprovechar el aire acondicionado y conseguir bebidas.
Él se acercó a Pato; lo miró como la vez que se habían conocido en una biblioteca con un tablero de ajedrez de por medio. Oliver lo recibió con una mirada cálida y amenazante. Pato sabía que todos los animales adoptan una postura agresiva cuando se sienten amenazados. Él le propuso una partida rápida. Accedió.
Había algo raro en sus movimientos. Parecía que perdía piezas importantes a propósito. Primero cedió un alfil que amenazaba con jaque, luego una torre, luego un caballo. A la reina la defendía como si de eso dependiera su vida. Incluso dejó descubierto al rey cuando se lanzaba al ataque; eso lo obligaba a defender y le daba un movimiento para recomponer la defensa, pero aún así era demasiado arriesgado.
Hacia el final de la partida, los dos estaban demasiado arrinconados, a un solo error. Entonces él hizo un movimiento que sacó a Pato de concentración: Ella llegó a la mesa donde jugaban y él le lanzó una sonrisa de penumbra y ceniza. Entonces acomodó una pieza con la que obviamente atacaría al rey y dejó descubierta a la reina. Pato, temeroso de que la reina le pudiera dar el juego a su adversario, mordió el anzuelo: capturó a la reina y olvidó proteger al rey.
Oliver le anunció que ya debía irse, que tomaría un bus en una calle cercana y se largaba. Pato agradeció en silencio.
Lo acompañaron a la parada del autobús. Se despidieron de él educadamente. Ella sentía que había logrado su cometido al orillarlo a aceptar que lo acompañaran a esa esquina para abandonarlo allí como una mascota inútil.
Pato tan sólo sentía alivio de que eso hubiera acabado. Irían a un hotel, se ducharían y reanudarían la historia dejada recientemente en stand by.

Notaron que él los miraba a la distancia. «Si quiere torturarse allá, él». Entraron a un hotel, pagaron el cuarto y se apresuraron. Se desnudaron torpemente y con prisa. Pato no se preocupó de que el cuerpo de ella oliera aún a sexo y de que su humedad, que comenzaba a secarse un poco, hubiera sido provocada por alguien más: la necesitaba ya.
«Vamos a jugar un poco» propuso Sara. Le pidió a Pato que la amarrara o que, mínimo le cubriera los ojos con algo, que no fuera inmediatamente a penetrarla. Él intentó complacerla. Improvisó una atadura con su cinturón, pero no encontró con qué cubrirle los ojos. Ella notó que la erección de Pato variaba, entre la concentración por no herirla y la tentación de disponer de un cuerpo vulnerable que acrecentaba su ansiedad por entrar en ella, el cuerpo de su amante vacilaba frustrantemente.
«Ahórcame» le pidió a Pato cuando comenzó a penetrarla.Accedió temeroso. Era inútil, no apretaba lo suficiente su cuello, no le cortaba la respiración de forma adecuada y perdía el ritmo al momento de hacerlo. Tenía la necesidad de sentirse al borde de la muerte, para ello requería quien la guiara perfectamentea esa frontera, que no la dejara en el otro lado pero que no la guardara mucho en éste.
Media hora más tarde, abrió los ojos todo lo que pudo, se le notaban acuosos y desesperados. «No puedo. No lo siento. No».

Empujó a Pato y corrió al baño a llorar. Abrió la ducha y se puso en cuclillas bajo el chorro de agua. Después de probar el gozo del abismo, lo demás devenía insípido.