7/2/15

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El error está en pensar. No hay que pensar demasiado. Simplemente se debe ver hacia el frente, simular que hay suelo y dar un paso.
Si uno se pone a pensar en la caída, pasan muchas cosas; por ejemplo, se piensa en la gravedad, en el aire golpeando el cuerpo, el golpe seco a la hora de caer, y todo esto es irrelevante. Lo que en realidad importa es el acto en sí mismo, la caída, el abandono total a la consecuencia.
Se sabe que se caerá, que es estúpido arrojarse, que tal vez no valga la pena; sin embargo, también se sabe que no hay muerte en la caída: el cuerpo será recibido por un gran volumen de agua; no hay más peligro que el de abrir las piernas y recibir un golpe seco en los genitales (quizá abrir la boca al caer y tragar agua, dificultando así emerger a la superficie), pero la mente divaga en la posibilidad de ahogarse (toda posibilidad existe, la probabilidad de que acontezca es otro asunto). Se ignora el hecho de que, el agua, arroja al cuerpo a la superficie segundos después de entrar en ella).
Lo único que importa es caer y tocar fondo. Muchos de los que saltan buscan eso mismo, el fondo, llegar a Él. Impregnan en su descenso una fuerza terrible, de manera que al menos sus pies puedan acariciar el azulejo de la alberca. Tratan de separar el agua con la inercia, por un instante se convierten en cuchillas increíblemente sólidas lanzadas al abismo.
Observas cómo varias personas suben, miran hacia abajo, toman impulso y saltan. Sobre todo los pequeños, no temen caer, les agrada la idea y saltan; se mofan de los cinco idiotas que han pasado diez minutos mirando y pretenden saltar pero siguen sin atreverse.
¿Por qué es tan temible la idea? No es gran cosa en realidad, sólo es caer. Y se cae todo el tiempo, a veces sin esperarlo: se tropieza con una grieta, no se levantan suficientemente los pies al ascender en la escalera, se pisan las agujetas de los zapatos; incluso a veces se olvida amortiguar la caída con las manos y el golpe en la cara es inminente (¡plaf!).
Aquí se debe caer en vertical, horizontalmente sería bastante doloroso. No es tan difícil mantener esa posición, incluso uno puede lanzarse de cabeza o saltar y pegar las rodillas al pecho para hacer la caída más interesante.

Sigues de pie arriba, sin ver otra cosa que el azul turquesa del agua. Ahora ya ignoras a los que suben y brincan sin prejuicios. Los temores están allí. La gravedad, el dolor, la posibilidad de desviarse unos centímetros al frente y chocar (dolorosa y) horizontalmente.
Las escaleras están allí. No hay más que bajarlas para olvidar todo eso –ya es casi media hora de indecisión– pero el rechazo se siente. Los escalones gritan que no permitirán bajar a nadie, se convertirán en un tobogán que dará varias vueltas y le regresarán a la cima, a que salte. No hay más qué hacer. Sólo pegarse al barandal para tomar algo de impulso. Dar un paso largo. Otro más.
Mal momento para dudar.
Los pies no se detienen.
El cuerpo y la mente se separan por un segundo para poder caer.
Saltas
Por un momento el cuerpo se eleva y vuela como un halcón que asciende con fiereza, pero es apenas un instante que ni siquiera se disfruta.
Comienza la caída.
El viento azota tu cuerpo resignado y erguido.
La   mancha   azul   crece.
Sueltas un grito antes del impacto y cierras los ojos al atravesar la superficie.


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