28/10/14

De vuelta a las viejas costumbres, A un mes del paro del IPN


Algunas cosas nunca cambian. El pri nuevamente utiliza su arma más certera: el terrorismo. A un mes de que inició el paro de labores en el Instituto Politécnico Nacional (ipn), el movimiento pareció perder fuerza; en parte por lo ocurrido en Ayotzinapa, en parte por el (ab)uso de violencia.
¿Qué pensar de un Estado que utiliza a su pueblo como simple mercancía? Ya ni hablar del petróleo o los recursos naturales del territorio nacional, sino de la gente misma. En cada declaración de los derechos humanos, el Estado mexicano firma de manera “no incluyente”; es decir, acepta la existencia de los mismos pero no que se apliquen en su política. Prácticamente, como mexicanos no gozamos de los derechos universales que todo ciudadano del mundo debería.
Ayotzinapa fungió de dos formas: castigo ejemplar y cortina de humo. Tras lo ocurrido en el estado de Guerrero, las miradas que se postraban sobre el movimiento del ipn se desviaron hacia la espectacular barbarie.
Esta vez, el pri no ocupó las cámaras de Televisa ni de TV Azteca, bastó con Twitter y Facebook para que la indignación mundial se diluyera en el “efecto espectador”. La cultura virtual que prometía apoyar a una aparente revolución terminó por demolerla en la euforia distractora. Quizá se cantó victoria antes de tiempo.
La desaparición de los normalistas, el (re)descubrimiento de las fosas clandestinas, las ejecuciones de estudiantes y maestros, no sólo de Ayotzinapa; el rostro descarnado de Julio César Mondragón. Todo conforma un narcomensaje hacia el pueblo mexicano: con el Estado no te metas. Los normalistas de Guerrero apoyaban al Politécnico, detrás del aparente descuido salvaje de un burócrata se encontraba la verdadera intención: aterrorizar.
De hecho, ahora, nuevamente aparecen los Porros en activo. Estos “grupos de choque” que se fundamentan en la “violencia organizada”; en otras palabras, mercenarios al servicio del mejor postor (en este caso, Gobierno). No es la primera vez que aparecen, amén de recordar el 2 de octubre de 1968 o el 10 de junio de 1971, en realidad nunca se fueron; oportunistas, aguardan a la orden en el momento en que nadie mira para ponerse al servicio de su dueño.
Una vez un taxista platicó conmigo cuando abordé su unidad después de que hubo un altercado con un par de raterillos de la zona: “Yo era un porro. Me dispararon una vez, por eso dejé de serlo. Nos llegaban los cheques de parte del gobierno, nos pagaban las comidas también. Nos daban la orden de golpear a otros chavos. Se me hacía fácil, pero ahora que lo recuerdo era demasiado. Metí la pata”.
Alguna vez me pregunté cómo beneficiaba tener estudiantes mediocres de primaria y secundaria, ahí está la respuesta: tienen un ejército en potencia, en busca de una dosis de poder y adrenalina, no importa si al sujeto que casi matan tiene apenas quince años.
Los porros nuevamente sitian las escuelas: varias vocacionales del ipn se encuentran bajo asedio; jóvenes de 15 a 18 años se encuentran amenazados por tipos bastante mayores que ellos. Primero atacarán a los más vulnerables: estrategia cobarde y desleal. Niños y niñas en manos de mercenarios que se divertirán con ellos antes de aniquilarlos: tortura, violación, ejecución. Exterminio.
En Facebook se comentaba que la capitulación del ipn confirmaba una farsa. La única mentira develada es la del gobierno al servicio del pueblo; aunque ello ya conforma un secreto a voces.
Pronto ya no quedará nada más que perder.

9/10/14

Laberintos


“Relax” said the night-man
“We’re programmed to recieve.
You can check-out anytime you like
but you can never leave” 
“Hotel California”, The Eagles


La miró de frente, callada y pensativa. Su cuerpo delgado era una estatua plateada que lo juzgaba con el silencio, lo sentenciaba a la penitencia tortuosa de no saber qué hacer.
“Tirarse por la ventana sería sensato”
Sí, esa vocecilla tenía razón, pero para llegar a la ventana habría que pasar al lado de ella, mirar nuevamente su boca rígida, el lunar discreto en la mejilla, las manos tersas y delgadas; habría que ignorar su magnetismo absurdo.
Bajó la cabeza sin dejar de mirarla. Ella permanecía inmóvil, como una esfinge esperando a que se acercase y soltar el acertijo que le causaría la muerte segura.
Un zumbido tenue rompió el silencio. La aguja del fonógrafo rasgaba un disco, tan sólo provocaba ruido blanco.
Esos ojos cafés parecieron dejar de mirarlo y se enfocaron en algún punto detrás de él; lo atravesaron como si no existiese. Entonces la observó como nunca: vulnerable y tímida, temerosa de algún fantasma, inmóvil pero casi llena de vida.
Él dio un paso hacia ella. Ella volvió a fijar su mirada en ese cuerpo menudo que había logrado aterrorizar. Antes, hubiera querido recuperar así el control sobre los nervios de esa anatomía desconocida, había implorado con todas sus fuerzas que no avanzara más, pero él seguía avanzando lentamente. Ahora, ambos sumidos en quietud.
Sin estar completamente seguro de lo que hacía la abrazó. Ella no opuso resistencia. Sin saber qué más hacer, la dejó tendida y salió por la puerta.
Los pasillos del hotel le parecían enormes en longitud e infinitos en número. Caminó hacia la izquierda, las paredes iluminadas por lámparas amarillas parecían ser copias de sí mismas. Las puertas lo seguían con la mirada desde su ojo de buey, el susurro de la madera y aquel olor a ébano inundaba la atmósfera. Llegó a unas escaleras y miró el número de la última habitación: 309. Bajó corriendo las escaleras, cogió el primer pasillo al que llegó buscando desesperadamente otras que le llevaran a la planta baja. No había escalinata alguna, simplemente puertas a derecha e izquierda del nuevo pasillo, tan parecido al anterior. Miró el número de la puerta más cercana: 402.
Comenzó a recorrer ese pasillo lentamente. Después de andar por unos metros llegó a una pared, de la cual colgaba un cuadro que enmarcaba un lienzo escarlata donde aparecían siluetas deformadas, sombras amorfas que parecían luchar por no fusionarse en una sola.
Miró hacia ambos extremos del corredor. No había otra escalinata. Regresó corriendo. Nuevamente subió por las escaleras y reconoció el pasillo que había dejado minutos atrás. La numeración descendiendo desde el 309. Quizá habría sido mejor irse a la derecha. Así lo hizo.
Al cruzar por la habitación en donde había dejado a aquella mujer, escuchó un murmullo, como si alguien estuviese sollozando con el puño metido en la boca para que no le escuchasen lamentarse. Sintió la tentación de entrar en nuevamente en el cuarto, pero se contuvo. Echó a correr, encontró otra escalera. Bajó velozmente. En cuanto llegó al siguiente piso, quiso verificar cuál era. Buscó alguna puerta. Extrañamente sólo había una al final del corredor. Se dirigió hacia allá. No había número y parecía entreabierta. La empujó suavemente.
Ella estaba dentro, llorando mientras mordía la almohada. Había sacado la ropa de los cajones para arrojarla por todos lados, los espejos estaban hechos trizas. De sus puños manaban hilillos de sangre. Cuando la luz amarillenta le dio en la cara, sus ojos se tornaron furia y lo golpearon de lleno. La mirada lo arrojó nuevamente a ese corredor apergaminado. Corrió tratando de alejarse de aquella puerta.
Llegó a las escaleras y subió por ellas. Miró las puertas y trató de reconocer el número de habitación: 509. Avanzó trémulo y llegó nuevamente al cuadro que vio en el cuarto piso, las siluetas seguían sin querer fusionarse mientras que el carmesí del lienzo parecía quemarlas fuertemente.
De súbito todas las puertas se abrieron de golpe. El aroma a madera lo asfixiaba. Echó a correr nuevamente. Sudor frío le recorría el cuerpo. Bajó los peldaños, buscó los siguientes, volvió a bajar, continuó corriendo, encontró otra escalera más y bajó por ella. Al ver las puertas quiso cerciorarse de estar en el segundo piso, pero el letrero imponía: 302.
Giró sobre sus talones y apareció el cuadro escarlata. Las siluetas al fin fundidas, reducidas a cenizas y unificadas en un líquido espeso.
Abrió la puerta de la habitación 306. Otro pasillo se materializaba detrás; largo, infinito como esos ojos cafés, lleno de una luz paralizante como esa mirada, con el tapiz retocado de hilillos color sangre que parecían moverse siguiendo las pulsaciones de algún corazón desfalleciente.
Se adentró en el corredor. No tardó mucho en dar con la puerta. No tenía número. Entró con cautela.
Ella estaba en el suelo, pálida, con los ojos fijos y los puños cerrados. Su rostro de muerte imperturbable, mientras la sangre manaba aún lentamente fuera de sus venas y la boca rígida que había dictado la sentencia silenciosa de no escapar jamás.